Los bienes del Padre también son nuestros

Cuando visito la casa de mis padres nunca pido permiso para abrir la heladera o las alacenas. Reviso las cosas y, si hay algo que me gusta, me lo como. Mis padres no tienen problemas con eso, y es más, lo disfrutan. Y siendo adulto, aún sigo pensando que todo lo que está en la casa de mis padres también es mío. Soy hijo, y eso me da el derecho y el privilegio de tomar de sus cosas y disfrutarlas.

Cuando tenemos revelación acerca de nuestra identidad como hijos de Dios, entendemos aquello que el padre dijo al hermano mayor en la parábola de Jesús: «Hijo mío, tú siempre has estado conmigo, y todo lo mío es tuyo». ¡Todos los bienes de la casa de Papá son nuestros! La única condición para echar mano de la herencia, que hemos recibido por la obra de Jesús, es permanecer en Él.

El hijo menor de la parábola, en el momento de su máxima necesidad, volvió en sí y exclamó:«¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen comida de sobra, y yo aquí me muero de hambre!». Este hijo era consciente de algo que su hermano mayor no lograba ver: «En la casa del Padre la abundancia es la medida», tal como dice el Salmo de este devocional. El hijo mayor no podía verlo así, y creía que su servicio podía sustituir una relación con el padre. Como consecuencia perdió de vista lo importante: todo lo que había en la casa de su papá era suyo también.

No digo que servir a Dios sea malo, sino que si nuestro servicio proviene de nuestra relación con Él, damos de lo que hemos recibido. Por el contrario, cuando solo hay servicio a Dios sin relación, lo que encontramos es desgaste.

Terminemos siendo un engranaje de una maquinaria, haciendo el servicio a Dios desde la carne, produciendo debilitamiento y queja. La relación con el Padre nos dará los bienes necesarios para disfrutar del servicio.