Una pausa en tu vida AntologíaEjemplo

Libre por confesar

Pablito, el pequeño travieso, visitó la granja de sus abuelos. Él tenía una honda con la cual se pasaba el día apuntado y lanzando piedras. Practicaba en el campo pero nunca daba en el blanco. Un poco desilusionado, regresó a casa a cenar. Al acercarse a la ventana vio al pato mascota de su abuela. Sin poder controlarse, tomó su arma, apuntó al pato y le acertó justo en la cabeza. Aquel pato cayó muerto al suelo. Estaba tan asustado que tomó al pato y lo enterró en el bosque. Pero su hermana Miriam lo estaba observando. Ella no dijo nada. Después de cenar, la abuela dijo: “Miriam, acompáñame a la cocina a lavar los platos”. Pero la niña contestó: “Abuela, dijo Pablo que él se ofrecía hoy para ayudarte. ¿No es cierto, Pablito?”. Y le susurró al oído: “¿Recuerdas lo del pato?”. A lo que Pablito, calladito se dirigió hacia la cocina, rojo de ira.

Al otro día dijo el abuelo: “Niños, ¿quieren ir de pesca?”. Pero la abuela mencionó: “Lo lamento, pero Miriam debe ayudar en la cocina”. “Yo sí puedo ir”, dijo Miriam. “Pablo quiere ayudar en la cocina. Él acaba de decírmelo. ¿Verdad Pablito? “Sí”, respondió el hermano con mal genio mientras observaba cómo su hermana menor se iba de excursión. Por muchos días, Pablo hizo sus tareas y las de su hermana. Hasta que cierto día, harto de semejante esclavitud, no soportó más y le confesó a su abuela que él había matado al pato. La abuela lo abrazó y dijo: “Amorcito, ya sabía lo del pato. Lo vi por la ventana, lo sé todo y te perdoné porque te amo. Lo que me preguntaba era, ¿hasta cuándo ibas a ser esclavo de tu hermana?”. Y yo te pregunto a ti: ¿Hasta cuándo vas a permitir que tus pecados pasados te mantengan esclavo? Confiésalos y apártate. Al fin y al cabo, Dios ya sabía de ese pecado mucho antes de que lo cometieras, desde el mismo momento en que te adoptó como hijo.

“Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados” (1 Juan 1:9a).