El Dios de Israel ha dicho: «Habitantes de Jerusalén, esta vez voy a enviarlos muy lejos, como si lanzara una piedra con la honda. Voy a ponerlos en aprietos, y dejaré que los capturen. Agarren todo lo que puedan y salgan corriendo, pues ya se acerca el enemigo». Jeremías dijo: «¡Qué terrible es mi dolor! ¡Mi sufrimiento no se acaba! Estoy sufriendo en carne propia los males de mi pueblo. Toda mi patria está destruida y no puedo reconstruirla. Ya no hay nadie que pueda ayudarme; toda mi gente está muerta. ¡He quedado abandonado! Los gobernantes de este pueblo resultaron ser unos tontos que no buscaron a Dios. Por eso no tuvieron éxito, y ahora nosotros parecemos un rebaño de ovejas perdidas. »¡Escuchen! ¡Llega una mala noticia! Un gran ejército viene del norte, y convertirá las ciudades de Judá en un montón de ruinas; ¡allí harán su casa los perros salvajes!» Jeremías oró así: «Dios mío, yo sé que nadie es dueño de su vida y su futuro. Te pido que nos corrijas, pero hazlo con justicia. No nos corrijas mientras estés enojado, pues nos destrozarías por completo. Mejor castiga con furia a los habitantes de las otras naciones. Ellos no te reconocen como su Dios, pues nos han destruido por completo y han arruinado nuestro país».
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