Tú, que habitas en un lugar fortificado, recoge de la tierra tus mercaderías. Porque así ha dicho el Señor: «Esta vez me verás arrojar con una honda a los habitantes del país. Voy a afligirlos, para que lo sientan.» ¡Ay de mí! ¡Estoy hecho pedazos! ¡Mi herida no va a sanar! Aunque tengo que admitir que este mal es mío, y tengo que sufrirlo. Mi tienda de campaña está desmantelada; todas las cuerdas están rotas. Mis hijos me abandonaron, y ahora están muertos. ¡Ya no hay nadie que me ayude a levantar mi tienda, ni quien cuelgue mis cortinas! A los pastores les falta inteligencia; no buscan al Señor; por eso no prosperan y todo su ganado se ha esparcido. Se oye un rumor. Ya se aproxima. Del país del norte llega un gran desasosiego, que hará de todas las ciudades de Judá un desierto, una guarida de chacales. Yo sé bien, Señor, que nadie es dueño de su vida, ni nadie puede por sí mismo ordenar sus pasos. ¡Castígame, Señor, pero hazlo con justicia! ¡No me castigues con tu furor, pues de lo contrario acabarás conmigo! Derrama tu enojo sobre los pueblos que no te conocen y sobre las naciones que no invocan tu nombre, porque se devoraron a Jacob; acabaron por completo con él, y dejaron en ruinas su país.
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