Aun cuando eran pocos en número, unos cuantos extranjeros en la tierra, que andaban siempre de nación en nación y de reino en reino, a nadie permitió que los oprimiera, sino que por causa de ellos reprendió a los reyes: «¡No toquen a mis ungidos! ¡No maltraten a mis profetas!». Dios provocó hambre en la tierra al hacer escasear el alimento. Pero envió delante de ellos a un hombre: a José, vendido como esclavo. Le sujetaron los pies con grilletes, entre hierros aprisionaron su cuello, hasta que se cumplió lo que él predijo y la palabra del SEÑOR probó que él era veraz. El rey ordenó ponerlo en libertad; el gobernante de los pueblos lo dejó libre. Lo nombró señor sobre su casa y administrador de todas sus posesiones, con pleno poder para instruir a sus príncipes e impartir sabiduría a sus jefes.
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