Ellos no eran numerosos; eran unos simples forasteros. Andaban de nación en nación, y de un reino a otro reino; pero Dios no dejó que fueran agraviados, sino que por ellos castigó a los reyes y dijo: «¡No toquen a mis ungidos! ¡No les hagan daño a mis profetas!» Dios hizo que hubiera hambre en la tierra, y el trigo para el pan quedó destruido. Pero antes envió a uno de sus hombres; envió a José, que fue vendido como esclavo. Los egipcios le pusieron grilletes en los pies, y lo arrojaron tras los hierros de la cárcel. Pero finalmente se cumplieron sus dichos, aunque la palabra de Dios lo puso a prueba. El rey ordenó que le abrieran la cárcel; el señor que gobierna los pueblos lo liberó. Lo nombró señor de su casa y lo puso a cargo de sus posesiones. Le dio poder para frenar a los grandes, y sabiduría para enseñar a los sabios.
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