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«Humíllate a ti mismo»

Justamente, existen leyes físicas en el universo, como la ley de la gravedad, así también, hay leyes espirituales en el universo, como la ley de la humildad. La ley de la humildad es un cristal claro: si nos exaltamos a nosotros mismos, Dios nos humillará. Si nos humillamos a nosotros mismos, entonces, Dios nos exaltará. 

De cualquier manera, cada persona en la historia será humillada. Aún si nos humillamos a nosotros mismos ahora, en esta vida o por siempre, Dios nos humillará, en la próxima vida. Es nuestra elección. 

John Ruskin, el renombrado poeta y filósofo inglés, describió la humildad así: «Yo creo que la primera prueba de un verdadero gran hombre, es su humildad. No quiero decir por humildad, que duda de su poder. Pero realmente, un gran hombre tiene un sentimiento curioso, que la grandeza no viene de él sino que va a través de él. Y ellos ven algo divino en cada hombre y son infinita, tonta, increíblemente misericordiosos». Ruskin, trae dos características esenciales de humildad a la luz. La gente humilde, entiende que cualquier cosa buena en ellos es un regalo, «que la grandeza no viene de ellos, sino a través de ellos». Tampoco son demasiado críticos, ni juzgan a otras personas, «y ellos ven algo divino en todas las demás personas».

¿Cómo te va con esta simple evaluación de humildad de Ruskin? Uno de los ejemplos más reconocidos de humildad, es Michael Faraday, el físico y químico británico, quien descubrió la inducción electromagnética en el siglo XIX. Él también era un devoto seguidor de Jesucristo. 

En el libro «Five Equations That Change the World» (Cinco ecuaciones que cambiaron el mundo), Michel Guillen, describió a Faraday de la siguiente manera, «Él ha trabajado durante cuarenta y tantos años, llenando siete largos volúmenes de notas de laboratorio detalladas, y declinó la presidencia de la Real Sociedad, no una sino dos veces; también declinó la oferta de la reina de darle el título de Caballero. «Yo debo seguir siendo tan solo Michael Faraday hasta el final», explicó educadamente.

La reina Victoria ofreció a Faraday un honor final, ser enterrado con Isaac Newton y otras luminarias británicas en la Abadía de Westminster. Pero, de manera predecible, el famoso científico se negó, optando en su lugar, por un funeral sencillo, donde asistieran solamente sus familiares cercanos, seguido por una lápida de la clase más ordinaria, en un lugar de la tierra más simple.

En tres cuartos de un siglo, Faraday pasó, de ser un pobre trabajador errante a ser un pobre científico que trabajó muy duro. Nadie antes había cambiado la ciencia y la sociedad de maneras tan profundas y permanentes, ni lo ha hecho desde entonces.