Fragmentos del cieloMuestra

Dices de mí

Dices de mí que soy tu hijo amado;

Dices de mí, fragancia soy del cielo;

Dices de mí que soy tu gran tesoro;

Dices de mí que soy tu amigo fiel.

Es difícil entender que Dios diga que somos sus hijos amados porque eso no es posible en nuestra dimensión ya que, por lo menos intelectualmente, sabemos según la ley de la biogénesis que todo se reproduce según su género y, por ende, los hijos se parecen a sus padres. Entonces, nuestra mente alimentada con la información que nos llega por los cinco sentidos rechaza esa aseveración, pero cuando leemos y estudiamos la Palabra, y, mejor aún, cuando la escudriñamos, ¡nuestra mente y espíritu comprenden cómo es posible ese acto maravilloso! Cuando entendemos que al congregarnos y escuchar las enseñanzas, ¡hay una asimilación sensible y profunda de lo realizado por el Padre para constituirnos como sus hijos! En ese proceso fue necesario que Cristo muriera en la cruz; fue necesario el sacrificio sin mancha, ¡perfecto!: Jesús se entregó para pagar el precio del pecado y librarnos de las tinieblas. Pero no nos dejó así: fue más allá y nos dio a su Santo Espíritu para que habite en nosotros hasta el fin y participemos de su naturaleza para, de esa manera, ser sus hijos no engendrados por voluntad humana, sino divina. Así Dios nos adoptó e hizo sus herederos y coherederos con Cristo.

Como sus hijos obedientes no solo estamos para reclamar lo que nos corresponde, sino para ejecutar aquí en la tierra sus responsabilidades delegadas: manifestar el fruto del Espíritu: como hijos amorosos obedecemos a nuestros padres, como hijos diligentes trabajamos para cumplir el propósito eterno aquí, y como hijos agradecidos manifestamos a Jesús para que los demás lo lean en nosotros. Cuando Dios dice que somos sus hijos, ¡una buena razón lo respalda!