Cuando estábamos en Babilonia, lejos de nuestro país, acostumbrábamos sentarnos a la orilla de sus ríos. ¡No podíamos contener el llanto al acordarnos de Jerusalén! En las ramas de los árboles que crecen junto a esos ríos colgamos nuestras arpas. Los mismos soldados que nos sacaron de Israel y nos hacían trabajar, nos pedían estar alegres; ¡querían oírnos cantar! ¡Querían que les cantáramos canciones de nuestra tierra! ¡Jamás cantaríamos en tierra de extranjeros alabanzas a nuestro Dios! ¡Jerusalén, Jerusalén! Si llegara yo a olvidarte, ¡que la mano derecha se me seque! ¡Que me corten la lengua si por estar alegre dejo de pensar en ti! El día que Jerusalén cayó, los edomitas gritaban: «¡Acaben con la ciudad! ¡Que no quede rastro de ella!» Dios mío, ¡no te olvides de esos gritos! Un día, ciudad de Babilonia, ¡también tú serás destruida! ¡Dios habrá de bendecir a los que te paguen con la misma moneda! ¡Dios habrá de bendecir a los que agarren a tus hijos y los estrellen contra los muros!
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