Junto a los ríos de Babilonia nos sentábamos y llorábamos al acordarnos de Sión. En los álamos que allí había colgábamos nuestras arpas. Allí, los que nos tenían cautivos nos pedían que entonáramos canciones; nuestros opresores nos pedían estar alegres; nos decían: «¡Cántennos un cántico de Sión!». ¿Cómo cantar las canciones del SEÑOR en una tierra extraña? Si me olvido de ti, Jerusalén, ¡que mi mano derecha pierda su destreza! Si de ti no me acordara ni te pusiera por encima de mi propia alegría, ¡que la lengua se me pegue al paladar! SEÑOR, acuérdate de los edomitas el día en que cayó Jerusalén. «¡Arrásenla!» —gritaban— «¡Arrásenla hasta sus cimientos!». Hija de Babilonia, que has de ser destruida, ¡dichoso el que te haga pagar por todo lo que nos has hecho! ¡Dichoso el que agarre a tus pequeños y los estrelle contra las rocas!
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