Pero ellos rechazaron la tierra que Dios les dio y no confiaron en sus promesas. Dentro de sus casas hablaron mal de su Dios y no quisieron obedecerlo. Dios les advirtió que los dejaría morir en el desierto, y que a sus descendientes también los haría morir, o que los dispersaría por todos los pueblos y países. Pero ellos prefirieron adorar al dios Baal de la ciudad de Pegor, y comieron de las ofrendas que se hacen a dioses muertos. Con esas malas acciones hicieron enojar a Dios, y él les mandó un terrible castigo. Pero un hombre llamado Finees intervino en favor de ellos y logró que Dios no los castigara. Por eso Finees será siempre recordado por este acto de justicia. Junto a las aguas de Meribá los israelitas hicieron enojar a Dios, y por culpa de ellos le fue muy mal a Moisés; tanto le amargaron el ánimo que Moisés no midió sus palabras. Dios les había ordenado destruir a los otros pueblos, pero ellos no lo obedecieron. ¡Todo lo contrario! Se mezclaron con ellos y siguieron sus costumbres; adoraron a sus ídolos y se volvieron sus seguidores. ¡Mancharon la tierra al derramar sangre inocente! ¡Entregaron a sus hijos y a sus hijas como ofrenda a esos demonios! Al cometer tales acciones, se corrompieron a sí mismos y resultaron culpables. Dios se enojó mucho con ellos y acabó por aborrecerlos. Por eso los dejó caer en poder de sus enemigos para que los humillaran y los maltrataran. Muchas veces Dios los liberó; pero ellos, siempre rebeldes, insistieron en seguir pecando. Dios los vio tan angustiados, y los escuchó quejarse tanto, que cambió de parecer. Su amor lo hizo acordarse de su pacto con los israelitas, e hizo que sus enemigos les tuvieran compasión. Dios nuestro, ¡sálvanos! ¡Permítenos volver a nuestra tierra, para que te demos gracias y te alabemos como nuestro Dios! ¡Bendito sea ahora y siempre el Dios de Israel!
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