Ellos despreciaron una tierra muy deseable,
y no creyeron en las promesas de Dios.
En sus tiendas hablaron mal del Señor,
y se negaron a escuchar su voz.
Entonces Dios levantó su mano contra ellos
y juró que los haría morir en el desierto,
que los humillaría ante las naciones
y los dispersaría por todos los países.
Pero el pueblo se sometió ante Baal Pegor,
y participó de los sacrificios a un dios muerto.
Esto les acarreó la ira de Dios,
y una plaga mortal cayó sobre ellos.
Pero Finés se interpuso y castigó al culpable,
y entonces la plaga se detuvo.
Dios tomó su acción como un acto de justicia,
el cual permanece por siempre y para siempre.
Junto a las aguas en Meriba irritaron al Señor,
y por culpa de ellos le fue mal a Moisés,
pues hicieron que su ánimo se exaltara,
y que hablara con precipitación.
No destruyeron a los pueblos
que el Señor les ordenó destruir,
sino que se mezclaron con ellos
y asimilaron sus malas costumbres;
rindieron culto a sus ídolos,
y eso los llevó a la ruina;
ofrecieron a sus hijos y a sus hijas
en sacrificio a esos demonios,
y así derramaron sangre inocente;
sangre que fue ofrecida a los dioses de Canaán,
sangre que dejó manchada la tierra.
Esos hechos los hicieron impuros,
pues actuaron como un pueblo infiel.
El Señor se enfureció contra su pueblo,
y sintió repugnancia por los que eran suyos.
Los dejó caer en manos de los paganos,
y fueron sometidos por quienes los odiaban.
Sus enemigos los oprimieron;
los sometieron bajo su poder.
Muchas veces el Señor los libró,
pero ellos optaron por ser rebeldes,
y por su maldad fueron humillados.
Al verlos Dios angustiados,
y al escuchar su clamor,
se acordaba de su pacto con ellos,
y por su gran misericordia los volvía a perdonar
y hacía que todos sus opresores
les tuvieran compasión.
Señor y Dios nuestro, ¡sálvanos!
¡Haz que regresemos de entre las naciones
para que alabemos tu santo nombre,
y alegres te cantemos alabanzas!
¡Bendito seas Señor, Dios de Israel,
desde siempre y hasta siempre!
Que todo el pueblo diga: «¡Amén!»
¡Aleluya!