Pero los que dejan de creer en Cristo ya no pueden volver a ser amigos de Dios, aunque alguna vez hayan creído que el mensaje de Dios es la verdad, y con gusto lo hayan recibido como un regalo. Si dejan de creer en Cristo, lo que habrán hecho será volver a clavarlo en la cruz y burlarse de él ante todo el mundo. No importa que hayan recibido el Espíritu Santo junto con los demás, ni que hayan sabido lo bueno que es el mensaje de Dios, ni lo poderoso que Dios será en el nuevo mundo, si dejan de creer en Cristo ya no podrán volver a él.
En esto la gente es como un terreno. Los que creen en Cristo son como el terreno que recibe mucha lluvia y produce una buena cosecha para el sembrador, y Dios lo bendice. Pero los que dejan de creer son como un terreno que solo produce plantas con espinas: no sirve para nada, y Dios lo maldice. Al final, se le prende fuego.
Mis queridos hermanos, aunque les decimos estas cosas, estamos seguros de que ustedes no han dejado de creer, sino que siguen confiando en Dios. Eso es lo mejor para ustedes, pues así serán salvados. Dios es justo, y nunca olvidará lo que ustedes han hecho, y siguen haciendo, para ayudar a su pueblo elegido. De esa manera, ustedes también demuestran que aman a Dios.
Deseamos que sigan con ese mismo entusiasmo hasta el fin, para que reciban todo lo bueno que con tanta paciencia esperan recibir. No queremos que se vuelvan perezosos. Más bien, sin dudar ni un instante sigan el ejemplo de los que confían en Dios, porque así recibirán lo que Dios les ha prometido.
Dios le hizo a Abraham esta promesa: «Yo te bendeciré mucho, y haré que tengas muchos descendientes.» Cuando Dios le juró a Abraham que cumpliría esta promesa, tuvo que jurar por sí mismo, porque no tenía a nadie más grande por quien jurar. Abraham esperó con paciencia, y Dios cumplió su promesa.
Cuando alguien jura, usa el nombre de alguien más importante, para ponerlo por testigo. Por eso, cuando Dios quiso asegurar que cumpliría su promesa, juró que daría lo prometido sin cambiar nada.
Ahora bien, como Dios no miente, su promesa y su juramento no pueden cambiar. Esto nos consuela, porque nosotros queremos que Dios nos proteja, y confiamos en que él nos dará lo prometido. Esta confianza nos da plena seguridad; es como el ancla de un barco, que lo mantiene firme y quieto en el mismo lugar. Y esta confianza nos la da Jesucristo, que traspasó la cortina del templo de Dios en el cielo, y entró al lugar más sagrado. Lo hizo para dejarnos libre el camino hacia Dios, pues Cristo es para siempre el Jefe de sacerdotes, como lo fue Melquisedec.