Hijo mío, está atento a mi sabiduría, Y a mi inteligencia inclina tu oído, Para que guardes consejo, Y tus labios conserven la ciencia. Porque los labios de la mujer extraña destilan miel, Y su paladar es más blando que el aceite; Mas su fin es amargo como el ajenjo, Agudo como espada de dos filos. Sus pies descienden a la muerte; Sus pasos conducen al Seol. Sus caminos son inestables; no los conocerás, Si no considerares el camino de vida. Ahora pues, hijos, oídme, Y no os apartéis de las razones de mi boca. Aleja de ella tu camino, Y no te acerques a la puerta de su casa; Para que no des a los extraños tu honor, Y tus años al cruel; No sea que extraños se sacien de tu fuerza, Y tus trabajos estén en casa del extraño; Y gimas al final, Cuando se consuma tu carne y tu cuerpo, Y digas: ¡Cómo aborrecí el consejo, Y mi corazón menospreció la reprensión; No oí la voz de los que me instruían, Y a los que me enseñaban no incliné mi oído! Casi en todo mal he estado, En medio de la sociedad y de la congregación.
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