Hijo mío, pon atención a mi sabiduría y presta oído a mi inteligencia, para que al hablar mantengas la discreción y retengas el conocimiento. De los labios de la adúltera fluye miel; su lengua es más suave que el aceite. Pero al fin resulta más amarga que la hiel y más cortante que una espada de dos filos. Sus pies descienden hasta la muerte; sus pasos van derecho al sepulcro. No toma ella en cuenta el camino de la vida; sus sendas son torcidas y ella no lo reconoce. Pues bien, hijo mío, escúchame y no te apartes de mis palabras. Aléjate de la adúltera; no te acerques a la puerta de su casa, para que no entregues a otros tu vigor ni tus años a gente cruel; para que no sacies con tu fuerza a gente extraña, ni vayan a dar en casa ajena tus esfuerzos. Porque al final acabarás por gemir, cuando tu carne y tu cuerpo se hayan consumido. Y dirás: «¡Cómo pude aborrecer la corrección! ¡Cómo pudo mi corazón despreciar la disciplina! No atendí a la voz de mis maestros ni presté oído a mis instructores. Ahora estoy al borde de la ruina en medio de toda la comunidad».
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