Palabras proféticas del rey Lemuel, que su madre le enseñó.
¿Qué puedo decirte, hijo mío?
¿Qué puedo decirte, hijo de mis entrañas?
¿Qué puedo decirte, respuesta a mis oraciones?
Que no entregues tu vigor a las mujeres,
ni vayas por caminos que destruyen a los reyes.
Lemuel, hijo mío,
no está bien que los reyes beban vino,
ni que los príncipes beban sidra;
no sea que por beber se olviden de la ley,
y tuerzan el derecho de todos los afligidos.
Sea la sidra para el que desfallece,
y el vino para los de ánimo amargado.
¡Que beban y se olviden de sus carencias!
¡Que no se acuerden más de su miseria!
Habla en lugar de los que no pueden hablar;
¡defiende a todos los desvalidos!
Habla en su lugar, y hazles justicia;
¡defiende a los pobres y menesterosos!
Mujer ejemplar, ¿quién dará con ella?
Su valor excede al de las piedras preciosas.
Su esposo confía en ella de todo corazón,
y por ella no carece de ganancias.
Siempre lo trata bien, nunca mal,
todos los días de su vida.
Sale en busca de lana y de lino,
y afanosa los trabaja con sus manos.
Se asemeja a una nave de mercaderes,
que de muy lejos trae sus provisiones.
Aun durante la noche se levanta
para dar de comer a su familia
y asignar a las criadas sus deberes.
Pondera el valor de un terreno, y lo compra,
y con lo que gana planta un viñedo.
Saca fuerzas de flaqueza,
y con ahínco se dispone a trabajar.
Está atenta a la buena marcha de su negocio,
y por la noche mantiene su lámpara encendida.
Sabe cómo manejar el huso,
y no le es ajeno manejar la rueca.
Sabe ayudar a los pobres,
y tender la mano a los menesterosos.
Cuando nieva, no teme por su familia,
pues todos ellos visten ropas dobles.