El Señor dijo también: «Simón, Simón, Satanás ha pedido sacudirlos a ustedes como si fueran trigo;
pero yo he rogado por ti, para que no te falte la fe. Y tú, cuando hayas vuelto, deberás confirmar a tus hermanos.»
Pedro le dijo: «Señor, no solo estoy dispuesto a ir contigo a la cárcel, sino también a la muerte.»
Y Jesús le dijo: «Pedro, te aseguro que el gallo no cantará hoy antes de que tú hayas negado tres veces que me conoces.»
Luego Jesús les preguntó: «Cuando los envié sin bolsa, sin alforja y sin calzado, ¿les faltó algo?» Ellos respondieron: «Nada.»
Entonces Jesús les dijo: «Pues ahora, el que tenga bolsa, que la tome, junto con la alforja. Y el que no tenga espada, que venda su capa y se compre una.
Porque yo les digo que todavía se tiene que cumplir en mí aquello que está escrito: “Y fue contado entre los pecadores”. Porque lo que está escrito acerca de mí, tiene que cumplirse.»
Ellos le dijeron: «Señor, ¡aquí hay dos espadas!» Y Jesús respondió: «¡Basta!»
Jesús salió y, conforme a su costumbre, se fue al monte de los Olivos. Sus discípulos lo siguieron.
Cuando llegó a ese lugar, Jesús les dijo: «Oren para que no caigan en tentación.»
Luego, se apartó de ellos a una distancia como de un tiro de piedra, y allí se arrodilló y oró.
Y decía: «Padre, si quieres, haz que pase de mí esta copa; pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya.»
[Se le apareció entonces un ángel del cielo, para fortalecerlo.
Lleno de angustia, oraba con más intensidad. Y era su sudor como grandes gotas de sangre que caían hasta la tierra.]
Cuando Jesús se levantó después de orar, fue a donde estaban sus discípulos, y a causa de la tristeza los halló durmiendo.
Les dijo: «¿Por qué duermen? ¡Levántense y oren para que no caigan en tentación!»
Mientras Jesús estaba hablando, se hizo presente una turba, al frente de la cual iba Judas, que era uno de los doce y que se acercó a Jesús para besarlo.
Jesús le dijo: «Judas, ¿con un beso entregas al Hijo del Hombre?»
Cuando los que estaban con él se dieron cuenta de lo que pasaba, le dijeron: «Señor, ¿echamos mano a la espada?»
Uno de ellos hirió a un siervo del sumo sacerdote, y le cortó la oreja derecha.
Pero Jesús les dijo: «¡Basta! ¡Déjenlos!» Tocó entonces la oreja de aquel hombre, y lo sanó.
Luego, Jesús les dijo a los principales sacerdotes, a los jefes de la guardia del templo y a los ancianos, que habían venido contra él: «¿Han venido con espadas y palos, como si fuera yo un ladrón?
Todos los días he estado con ustedes en el templo, y no me pusieron las manos encima. Pero esta es la hora de ustedes, la hora del poder de las tinieblas.»
Aquellos arrestaron a Jesús y lo llevaron a la casa del sumo sacerdote. Pedro lo seguía de lejos.
En medio del patio encendieron una fogata, y se sentaron alrededor de ella. También Pedro se sentó entre ellos.
Pero una criada que lo vio sentado frente al fuego, se fijó en él y dijo: «Este también estaba con él.»
Pedro lo negó, y dijo: «Mujer, yo no lo conozco.»
Un poco después, otro lo vio y le dijo: «Tú también eres de ellos.» Pero Pedro le dijo: «¡Hombre, no lo soy!»
Como una hora después, otro afirmó: «No hay duda. Este también estaba con él, porque es galileo.»
Pedro le dijo: «¡Hombre, no sé de qué hablas!» Y en ese momento, mientras Pedro aún hablaba, el gallo cantó.
En ese mismo instante el Señor se volvió a ver a Pedro, y entonces Pedro se acordó de las palabras del Señor, cuando le dijo: «Antes de que el gallo cante, me negarás tres veces.»
Enseguida, Pedro salió de allí y lloró amargamente.