Ahora bien, incluso el primer pacto tenía reglas para el culto, y un santuario terrenal.
En efecto, el tabernáculo estaba dispuesto así: en la primera parte, llamada el Lugar Santo, estaban el candelabro, la mesa y los panes de la proposición.
Tras el segundo velo estaba la parte del tabernáculo llamada el Lugar Santísimo,
el cual tenía un incensario de oro y el arca del pacto, totalmente recubierta de oro; en el arca había una urna de oro que contenía el maná, la vara de Aarón que reverdeció, y las tablas del pacto.
Por encima del arca estaban los querubines de la gloria, los cuales cubrían el propiciatorio. Pero de esto no se puede hablar ahora en detalle.
Con todo esto dispuesto así, los sacerdotes entran continuamente en la primera parte del tabernáculo para celebrar los oficios del culto;
pero en la segunda parte entra únicamente el sumo sacerdote, y esto sólo una vez al año, y siempre llevando sangre, la cual ofrece por sí mismo y por los pecados involuntarios que el pueblo comete.
Con esto el Espíritu Santo nos da a entender que, mientras la primera parte del tabernáculo siga en pie, el camino que lleva al Lugar Santísimo aún no estará abierto.
Todo esto es un símbolo para el tiempo presente, de que las ofrendas y sacrificios que allí se presentan no pueden perfeccionar la conciencia de los que adoran así,
ya que tienen que ver solo con comidas y bebidas, y con diversas ceremonias de purificación y ordenanzas externas, cuyo valor tiene vigencia hasta que llegue el tiempo de reformarlo todo.
Pero Cristo vino ya, y es el sumo sacerdote de los bienes venideros, a través del tabernáculo más amplio y más perfecto, el cual no ha sido hecho por los hombres, es decir, que no es de esta creación,
y no por medio de la sangre de machos cabríos ni de becerros, sino por medio de su propia sangre. Entró una sola vez y para siempre en el Lugar Santísimo, y así obtuvo para nosotros la redención eterna.
Si la sangre de los toros y de los machos cabríos, y las cenizas de la becerra rociadas sobre los impuros, santifican para la purificación de la carne,
¡cuánto más la sangre de Cristo, que por medio del Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios, limpiará de obras muertas nuestra conciencia, para que sirvamos al Dios vivo!
Por eso Cristo es mediador de un nuevo pacto, para que los llamados reciban la promesa de la herencia eterna, pues con su muerte libera a los hombres de los pecados cometidos bajo el primer pacto.