Ese primer pacto entre Dios e Israel incluía ordenanzas para la adoración y un lugar de culto aquí, en la tierra. Ese tabernáculo estaba formado por dos salas. En la primera sala había un candelabro, una mesa y los panes consagrados sobre ella. Esta sala se llamaba Lugar Santo. Luego había una cortina detrás de la cual se encontraba la segunda sala, llamada Lugar Santísimo. En esa sala había un altar de oro para el incienso y un cofre de madera conocido como el arca del pacto, el cual estaba totalmente cubierto de oro. Dentro del arca había un recipiente de oro que contenía el maná, la vara de Aarón a la que le habían salido hojas y las tablas del pacto que eran de piedra. Por encima del arca estaban los querubines de la gloria divina, cuyas alas se extendían sobre la tapa del arca, es decir, el lugar de la expiación; pero ahora no podemos explicar estas cosas en detalle. Cuando estos elementos estaban en su lugar, los sacerdotes entraban con regularidad en la primera sala, durante el cumplimiento de sus deberes religiosos. Pero solo el sumo sacerdote entraba en el Lugar Santísimo y lo hacía una sola vez al año; y siempre ofrecía sangre por sus propios pecados y por los pecados que el pueblo cometía por ignorancia. Mediante esas ordenanzas, el Espíritu Santo daba a entender que la entrada al Lugar Santísimo no estaba abierta a todos en tanto siguiera en pie el tabernáculo y el sistema que representaba. Esta es una ilustración que apunta al tiempo presente. Pues las ofrendas y los sacrificios que ofrecen los sacerdotes no pueden limpiar la conciencia de las personas que los traen. Pues ese sistema antiguo solo consiste en alimentos, bebidas y diversas ceremonias de purificación, es decir, ordenanzas externas que permanecieron vigentes solo hasta que se estableció un sistema mejor. Entonces Cristo ahora ha llegado a ser el Sumo Sacerdote por sobre todas las cosas buenas que han venido. Él entró en ese tabernáculo superior y más perfecto que está en el cielo, el cual no fue hecho por manos humanas ni forma parte del mundo creado. Con su propia sangre —no con la sangre de cabras ni de becerros— entró en el Lugar Santísimo una sola vez y para siempre, y aseguró nuestra redención eterna. Bajo el sistema antiguo, la sangre de cabras y toros y las cenizas de una novilla podían limpiar el cuerpo de las personas que estaban ceremonialmente impuras. Imagínense cuánto más la sangre de Cristo nos purificará la conciencia de acciones pecaminosas para que adoremos al Dios viviente. Pues por el poder del Espíritu eterno, Cristo se ofreció a sí mismo a Dios como sacrificio perfecto por nuestros pecados. Por eso él es el mediador de un nuevo pacto entre Dios y la gente, para que todos los que son llamados puedan recibir la herencia eterna que Dios les ha prometido. Pues Cristo murió para librarlos del castigo por los pecados que habían cometido bajo ese primer pacto.
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