Abías descansó entre sus antepasados y fue sepultado en la ciudad de David, y en su lugar reinó su hijo Asa, y durante su reinado el país estuvo en paz durante diez años.
Asa hizo lo bueno y lo recto ante los ojos del Señor su Dios,
pues quitó los altares de culto ajenos y los lugares altos, hizo pedazos los ídolos y derribó los símbolos de Asera,
y ordenó a Judá buscar al Señor, el Dios de sus padres, y poner por obra la ley y sus mandamientos.
Además, quitó de todas las ciudades de Judá los lugares altos y los ídolos, y bajo su reinado hubo paz.
Precisamente porque en ese tiempo había paz y nadie le hacía la guerra, pues el Señor le había dado paz, Asa construyó en Judá ciudades fortificadas.
Les dijo a los de Judá:
«Edifiquemos estas ciudades, y levantemos murallas a su alrededor, con torres, puertas y cerrojos, pues la tierra es nuestra. Nosotros hemos buscado al Señor nuestro Dios, y porque lo hemos buscado, él nos ha dado paz en todas partes.»
En la construcción tuvieron mucho éxito.
Además, Asa tenía un ejército armado de lanzas y escudos, todos ellos soldados bien entrenados para lanzar flechas. De Judá eran trescientos mil, y de Benjamín doscientos ochenta mil.
Zeraj el etíope salió a presentarles batalla con un ejército de un millón de hombres y trescientos carros de guerra; y llegó hasta Maresa.
Asa salió a su encuentro, y libraron la batalla en el valle de Sefata, junto a Maresa.
Allí Asa clamó al Señor su Dios, y dijo:
«¡Ay, Señor! Para ti no hay diferencia alguna en brindar tu ayuda al poderoso o al débil. ¡Ayúdanos, Señor y Dios nuestro, porque en ti confiamos y en tu nombre venimos contra este ejército! Tú, Señor, eres nuestro Dios; ¡que no prevalezca el hombre contra ti!»
El Señor derrotó a los etíopes que se enfrentaron contra Asa y Judá, y los etíopes huyeron.