Jesús partió de allí y fue a la región de Tiro. Entró en una casa y no quería que nadie lo supiera, pero no pudo pasar inadvertido. De hecho, muy pronto se enteró de su llegada una mujer que tenía una pequeña hija poseída por un espíritu maligno, así que fue y se arrojó a sus pies. Esta mujer era griega, sirofenicia de nacimiento, y le rogaba que expulsara al demonio que tenía su hija. —Deja que primero se sacien los hijos —respondió Jesús—, porque no está bien quitarles el pan a los hijos y echárselo a los perros. —Sí, Señor —respondió la mujer—, pero hasta los perros comen debajo de la mesa las migajas que dejan los hijos. Jesús dijo: —Por haberme respondido así, puedes irte tranquila; el demonio ha salido de tu hija. Cuando ella llegó a su casa, encontró a la niña acostada en la cama. El demonio ya había salido de ella. Luego regresó Jesús de la región de Tiro y se dirigió por Sidón al lago de Galilea, internándose en la región de Decápolis. Allí llevaron un sordo tartamudo y suplicaron que pusiera la mano sobre él. Jesús lo apartó de la multitud para estar a solas con él, puso los dedos en sus oídos y tocó su lengua con saliva. Luego, mirando al cielo, suspiró profundamente y dijo: « ¡Efatá! », que significa «¡Ábrete!». Con esto, se le abrieron los oídos al hombre, se destrabó su lengua y comenzó a hablar normalmente. Jesús ordenó que no se lo dijeran a nadie, pero cuanto más se lo prohibía, tanto más lo seguían propagando. La gente estaba sumamente asombrada y decía: «Todo lo hace bien. Hasta hace oír a los sordos y hablar a los mudos».
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