Luego Jesús salió de Galilea y se dirigió al norte, a la región de Tiro. No quería que nadie supiera en qué casa se hospedaba, pero no pudo ocultarlo. Enseguida una mujer que había oído de él se acercó y cayó a sus pies. Su hijita estaba poseída por un espíritu maligno, y ella le suplicó que expulsara al demonio de su hija. Como la mujer era una gentil, nacida en la región de Fenicia que está en Siria, Jesús le dijo: —Primero debo alimentar a los hijos, a mi propia familia, los judíos. No está bien tomar la comida de los hijos y arrojársela a los perros. —Es verdad, Señor —respondió ella—, pero hasta a los perros que están debajo de la mesa se les permite comer las sobras del plato de los hijos. —¡Buena respuesta! —le dijo Jesús—. Ahora vete a tu casa, porque el demonio ha salido de tu hija. Cuando ella llegó a su casa, encontró a su hijita tranquila recostada en la cama, y el demonio se había ido. Jesús salió de Tiro y subió hasta Sidón antes de regresar al mar de Galilea y a la región de las Diez Ciudades. Le trajeron a un hombre sordo con un defecto del habla, y la gente le suplicó a Jesús que pusiera sus manos sobre el hombre para sanarlo. Jesús lo llevó aparte de la multitud para poder estar a solas con él. Metió sus dedos en los oídos del hombre. Después escupió sobre sus propios dedos y tocó la lengua del hombre. Mirando al cielo, suspiró y dijo: «Efatá», que significa «¡Ábranse!». Al instante el hombre pudo oír perfectamente bien y se le desató la lengua, de modo que hablaba con total claridad. Jesús le dijo a la multitud que no lo contaran a nadie, pero cuanto más les pedía que no lo hicieran, tanto más hacían correr la voz. Quedaron completamente asombrados y decían una y otra vez: «Todo lo que él hace es maravilloso. Hasta hace oír a los sordos y da la capacidad de hablar al que no puede hacerlo».
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