Tiempo después, Caín presentó al SEÑOR una ofrenda del fruto de la tierra. Abel también presentó al SEÑOR lo mejor de su rebaño, es decir, los primogénitos con su grasa. Y el SEÑOR miró con agrado a Abel y a su ofrenda, pero no miró así a Caín ni a su ofrenda. Por eso Caín se enfureció y andaba cabizbajo. Entonces el SEÑOR le dijo: «¿Por qué estás tan enojado? ¿Por qué andas cabizbajo? Si hicieras lo bueno, podrías andar con la frente en alto. Pero si haces lo malo, el pecado está a la puerta para dominarte. No obstante, tú puedes dominarlo». Caín habló con su hermano Abel. Y cuando estaban en el campo, Caín atacó a su hermano y lo asesinó. El SEÑOR preguntó a Caín: —¿Dónde está tu hermano Abel? —No lo sé —respondió—. ¿Acaso soy yo el que debe cuidar a mi hermano? —¡Qué has hecho! —exclamó el SEÑOR—. Desde la tierra, la sangre de tu hermano me reclama justicia. Por eso, ahora quedarás bajo la maldición de la tierra, la cual ha abierto sus fauces para recibir la sangre de tu hermano, que tú has derramado. Cuando cultives la tierra, no te dará sus frutos y en el mundo serás un fugitivo errante. —Este castigo es más de lo que puedo soportar —dijo Caín al SEÑOR—. Hoy me condenas al destierro y nunca más podré estar en tu presencia. Andaré por el mundo errante como un fugitivo y cualquiera que me encuentre me matará. —No, al contrario —respondió el SEÑOR—, el que mate a Caín será castigado siete veces. Entonces el SEÑOR puso una marca a Caín para que no lo matara cualquiera que lo encontrara.
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