El día primero del mes tercero del año undécimo, el SEÑOR me dirigió la palabra: «Hijo de hombre, dile al faraón, rey de Egipto, y a toda su gente: »“¿Quién se puede comparar con tu grandeza? Fíjate en Asiria, que alguna vez fue cedro del Líbano, con bello y frondoso ramaje; su copa sobresalía del espeso follaje. Las aguas lo hicieron crecer; las corrientes profundas lo nutrieron. Sus ríos corrían en torno a sus raíces; sus acequias regaban todos los árboles del campo. Así el cedro creció más alto que todos los árboles del campo. Gracias a las abundantes aguas, se extendió su frondoso ramaje. Todas las aves del cielo anidaban en sus ramas. Todas las bestias del campo tenían sus crías bajo su follaje. Todas las naciones vivían bajo su sombra. Era un árbol imponente y majestuoso, de ramas extendidas; sus raíces se hundían hasta las aguas caudalosas. Ningún cedro en el jardín de Dios se le podía comparar; ningún ciprés ostentaba un follaje parecido ni tenían su ramaje los castaños. Ningún árbol del jardín de Dios se le comparaba en hermosura. Yo lo hice bello y con un ramaje majestuoso. En el Edén, jardín de Dios, era la envidia de todos los árboles.
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