Saliste a rescatar a tu pueblo elegido, a salvar a tus ungidos. Aplastaste las cabezas de los perversos y descarnaste sus huesos de pies a cabeza. Con sus propias armas destruiste al jefe de los que se lanzaron como un torbellino, pensando que Israel sería presa fácil. Pisoteaste el mar con tus caballos y las potentes aguas se amontonaron. »Al oír esto, me estremecí por dentro; mis labios temblaron de miedo. Se me doblaron las piernas, caí y temblé de terror. Esperaré en silencio el día venidero cuando la catástrofe golpee al pueblo invasor. Aunque las higueras no florezcan y no haya uvas en las vides, aunque se pierda la cosecha de oliva y los campos queden vacíos y no den fruto, aunque los rebaños mueran en los campos y los establos estén vacíos, ¡aun así me alegraré en el SEÑOR! ¡Me gozaré en el Dios de mi salvación! ¡El SEÑOR Soberano es mi fuerza! Él me da pie firme como al venado, capaz de pisar sobre las alturas».
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