»Pero ante los ojos de mi pueblo destruí a los amorreos, aunque eran tan altos como cedros y tan fuertes como robles. Destruí el fruto de sus ramas y arranqué sus raíces. Fui yo quien los rescató a ustedes de Egipto y los guio por el desierto durante cuarenta años para que pudieran poseer la tierra de los amorreos. Elegí a algunos de sus hijos para ser profetas y a otros para ser nazareos. ¿Acaso puedes negar esto, Israel, pueblo mío? —pregunta el SEÑOR—. Pero ustedes hicieron que los nazareos pecaran, forzándolos a beber vino, y les ordenaron a los profetas: “¡Cállense!” »Por lo tanto, haré que giman como una carreta cargada con gavillas de grano. Sus corredores más veloces no podrán escapar. El más fuerte entre ustedes se volverá débil. Ni siquiera los guerreros más poderosos serán capaces de salvarse. Los arqueros no podrán mantenerse firmes. Los más veloces no serán lo suficientemente rápidos para escapar. Ni siquiera los que montan a caballo podrán salvarse. En aquel día, los hombres de guerra más valientes dejarán caer sus armas y correrán por sus vidas», dice el SEÑOR.
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