»Cuando iba de camino, ya cerca de Damasco, como al mediodía, de repente una intensa luz del cielo brilló alrededor de mí. Caí al suelo y oí una voz que me decía: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?”.
»“¿Quién eres, señor?”, pregunté.
»Y la voz contestó: “Yo soy Jesús de Nazaret, a quien tú persigues”. La gente que iba conmigo vio la luz pero no entendió la voz que me hablaba.
»Yo pregunté: “¿Qué debo hacer, Señor?”.
»Y el Señor me dijo: “Levántate y entra en Damasco, allí se te dirá todo lo que debes hacer”.
»Quedé ciego por la intensa luz y mis compañeros tuvieron que llevarme de la mano hasta Damasco. Allí vivía un hombre llamado Ananías. Era un hombre recto, muy devoto de la ley y muy respetado por todos los judíos de Damasco. Él llegó y se puso a mi lado y me dijo: “Hermano Saulo, recobra la vista”. Y, en ese mismo instante, ¡pude verlo!
»Después me dijo: “El Dios de nuestros antepasados te ha escogido para que conozcas su voluntad y para que veas al Justo y lo oigas hablar. Pues tú serás su testigo; les contarás a todos lo que has visto y oído. ¿Qué esperas? Levántate y bautízate. Queda limpio de tus pecados al invocar el nombre del Señor”.
»Después de regresar a Jerusalén y, mientras oraba en el templo, caí en un estado de éxtasis. Tuve una visión de Jesús, quien me decía: “¡Date prisa! Sal de Jerusalén, porque la gente de aquí no aceptará tu testimonio acerca de mí”.
»“Pero Señor —argumenté—, seguramente ellos saben que, en cada sinagoga, yo encarcelé y golpeé a los que creían en ti. Y estuve totalmente de acuerdo cuando mataron a tu testigo Esteban. Estuve allí cuidando los abrigos que se quitaron cuando lo apedrearon”.
»Pero el Señor me dijo: “¡Ve, porque yo te enviaré lejos, a los gentiles!”».
La multitud escuchó hasta que Pablo dijo esta palabra. Entonces todos comenzaron a gritar: «¡Llévense a ese tipo! ¡No es digno de vivir!». Gritaron, arrojaron sus abrigos y lanzaron puñados de polvo al aire.
El comandante llevó a Pablo adentro y ordenó que lo azotaran con látigos para hacerlo confesar su delito. Quería averiguar por qué la multitud se había enfurecido. Cuando ataron a Pablo para azotarlo, Pablo le preguntó al oficial que estaba allí:
—¿Es legal que azoten a un ciudadano romano que todavía no ha sido juzgado?
Cuando el oficial oyó esto, fue al comandante y le preguntó: «¿Qué está haciendo? ¡Este hombre es un ciudadano romano!».
Entonces el comandante se acercó a Pablo y le preguntó:
—Dime, ¿eres ciudadano romano?
—Sí, por supuesto que lo soy —respondió Pablo.
—Yo también lo soy —dijo el comandante entre dientes—, ¡y me costó mucho dinero!
Pablo respondió:
—¡Pero yo soy ciudadano de nacimiento!
Los soldados que estaban a punto de interrogar a Pablo se retiraron velozmente cuando se enteraron de que era ciudadano romano, y el comandante quedó asustado porque había ordenado que lo amarraran y lo azotaran.
Al día siguiente, el comandante ordenó que los sacerdotes principales se reunieran en sesión con el Concilio Supremo judío. Quería averiguar de qué se trataba el problema, así que soltó a Pablo para presentarlo delante de ellos.