¡Ay de Jerusalén, la ciudad rebelde, manchada y opresora! No escuchó la voz del Señor ni aceptó ser corregida; no confió en él; no recurrió a su Dios. Sus jefes son como leones que rugen; sus jueces, como lobos del desierto que no dejan ni un hueso para la mañana. Sus profetas son insolentes, traidores; sus sacerdotes profanan el santuario y violan la ley del Señor. Pero el Señor está en la ciudad; él hace lo bueno, no lo malo. Cada mañana, sin falta, establece su juicio. En cambio, el malo ni siquiera conoce la vergüenza. Dice el Señor: «He destruido naciones, he arrasado las torres de sus murallas y he dejado desiertas sus calles, sin gente que pase por ellas. ¡En sus solitarias ciudades no queda un solo habitante! Pensé: “Así Jerusalén me temerá y aceptará que la corrija; así no quedará destruido su hogar por haberla yo castigado.” Pero ellos se apresuraron a cometer toda clase de maldades. Por eso, espérenme ustedes el día en que me levante a hablar en su contra. Yo, el Señor, lo afirmo: He decidido reunir las naciones y los reinos para descargar sobre ellos mi enojo, mi ardiente ira. ¡Toda la tierra va a quedar destruida por el fuego de mi furor!
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