«Nadie arregla un vestido viejo con un remiendo de tela nueva, porque el remiendo nuevo se encoge y rompe el vestido viejo, y el desgarrón se hace mayor. Ni tampoco se echa vino nuevo en cueros viejos, porque los cueros se revientan, y tanto el vino como los cueros se pierden. Por eso hay que echar el vino nuevo en cueros nuevos, para que así se conserven las dos cosas.»
Mientras Jesús les estaba hablando, un jefe de los judíos llegó, se arrodilló ante él y le dijo:
—Mi hija acaba de morir; pero si tú vienes y pones tu mano sobre ella, volverá a la vida.
Jesús se levantó, y acompañado de sus discípulos se fue con él. Entonces una mujer que desde hacía doce años estaba enferma, con derrames de sangre, se acercó a Jesús por detrás y le tocó el borde de la capa. Porque pensaba: «Tan solo con que llegue a tocar su capa, quedaré sana.» Pero Jesús se dio la vuelta, vio a la mujer y le dijo:
—Ánimo, hija, por tu fe has sido sanada.
Y desde aquel mismo momento quedó sana.
Cuando Jesús llegó a casa del jefe de los judíos, y vio que los músicos estaban preparados ya para el entierro y que la gente lloraba a gritos, les dijo:
—Sálganse de aquí, pues la muchacha no está muerta, sino dormida.
La gente se rió de Jesús, pero él los hizo salir; luego entró y tomó de la mano a la muchacha, y ella se levantó. Y por toda aquella región corrió la noticia de lo que había pasado.
Al salir Jesús de allí, dos ciegos lo siguieron, gritando:
—¡Ten compasión de nosotros, Hijo de David!
Cuando Jesús entró en la casa, los ciegos se le acercaron, y él les preguntó:
—¿Creen ustedes que puedo hacer esto?
—Sí, Señor —le contestaron.
Entonces Jesús les tocó los ojos, y les dijo:
—Que se haga conforme a la fe que ustedes tienen.
Y recobraron la vista. Jesús les advirtió mucho:
—Procuren que no lo sepa nadie.
Pero, apenas salieron, contaron por toda aquella región lo que Jesús había hecho.
Mientras los ciegos salían, algunas personas trajeron a Jesús un mudo que estaba endemoniado. En cuanto Jesús expulsó al demonio, el mudo comenzó a hablar. La gente, admirada, decía:
—¡Nunca se ha visto en Israel una cosa igual!
Pero los fariseos decían:
—Es el propio jefe de los demonios quien le ha dado a este el poder de expulsarlos.
Jesús recorría todos los pueblos y aldeas, enseñando en las sinagogas de cada lugar. Anunciaba la buena noticia del reino, y curaba toda clase de enfermedades y dolencias. Al ver a la gente, sintió compasión de ellos, porque estaban cansados y abatidos, como ovejas que no tienen pastor. Dijo entonces a sus discípulos:
—Ciertamente la cosecha es mucha, pero los trabajadores son pocos. Por eso, pidan ustedes al Dueño de la cosecha que mande trabajadores a recogerla.