Entonces le dijo el Señor: —¿Te has fijado en mi siervo Job? No hay nadie en la tierra como él, que me sirva tan fielmente y viva una vida tan recta y sin tacha, cuidando de no hacer mal a nadie. Pero el acusador respondió: —Pues no de balde te sirve con tanta fidelidad. Tú no dejas que nadie lo toque, ni a él ni a su familia ni a nada de lo que tiene; tú bendices todo lo que hace, y él es el hombre más rico en ganado de todo el país. Pero quítale todo lo que tiene y verás cómo te maldice en tu propia cara. El Señor respondió al acusador: —Está bien. Haz lo que quieras con todas las cosas de Job, con tal de que a él mismo no le hagas ningún daño. Entonces el acusador se retiró de la presencia del Señor. Un día, mientras los hijos y las hijas de Job estaban celebrando un banquete en casa del hermano mayor, un hombre llegó a casa de Job y le dio esta noticia: —Estábamos arando el campo con los bueyes, y las asnas estaban pastando cerca; de repente llegaron los sabeos, y se robaron el ganado y mataron a cuchillo a los hombres. Solo yo pude escapar para venir a avisarte. Aún no había terminado de hablar aquel hombre, cuando llegó otro y dijo: —Cayó un rayo y mató a los pastores y las ovejas. Solo yo pude escapar para venir a avisarte. Aún no había terminado de hablar ese hombre, cuando llegó un tercero y dijo: —Tres grupos de caldeos nos atacaron y se robaron los camellos, y mataron a cuchillo a los hombres. Solo yo pude escapar para venir a avisarte. Aún no había terminado de hablar este hombre, cuando llegó uno más y dijo: —Tus hijos y tus hijas estaban celebrando un banquete en la casa de tu hijo mayor
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