Por eso el Señor se enojó contra su pueblo y levantó la mano para castigarlo. Los montes se estremecieron, los cadáveres quedaron tirados como basura en las calles. Y sin embargo la ira del Señor no se ha calmado; él sigue amenazando todavía. El Señor levanta una bandera y a silbidos llama a una nación lejana; de lo más lejano de la tierra la hace venir. Viene en seguida, llega con gran rapidez; no hay entre ellos nadie débil ni cansado, nadie que no esté bien despierto, nadie que no tenga el cinturón bien ajustado, nadie que tenga rotas las correas de sus sandalias. Tienen las flechas bien agudas y todos sus arcos bien tensos. Los cascos de sus caballos son como dura piedra, y como un torbellino las ruedas de sus carros; su rugido es como el rugido de un león, que gruñe y agarra la presa, y se la lleva sin que nadie se la pueda quitar. Esa nación, al llegar el día señalado, rugirá, como el mar, contra Israel; y si alguien observa la tierra, la verá envuelta en tinieblas y oscurecida la luz por los nubarrones.
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