Pero nuestros abuelos volvieron a pecar contra Dios: ¡en pleno desierto se pusieron en contra del Dios altísimo! Se les metió en la cabeza poner a Dios a prueba, y le pidieron comida a su antojo. Hablaron mal de Dios, y hasta llegaron a decir: «Aquí en el desierto Dios no puede darnos de comer. Es verdad que golpeó una piedra y que hizo que brotaran grandes torrentes de agua, ¡pero no podrá alimentarnos! ¡No va a poder darnos carne!» Cuando Dios oyó lo que decían, se encendió su enojo contra ellos, pues no confiaron en él ni creyeron que podría ayudarlos. Dios, desde el alto cielo, les dio una orden a las nubes, y del cielo llovió comida: Dios les dio a comer maná, que es el pan del cielo. Dios les mandó mucha comida, y aunque eran gente insignificante comieron como los ángeles. Luego, con su poder Dios hizo que desde el cielo soplaran vientos encontrados. ¡Dios hizo que les lloviera carne como si les lloviera polvo! ¡Les mandó nubes de pájaros, tantos como la arena del mar! Dios dejó caer esos pájaros dentro y fuera del campamento, y la gente se hartó de comer, pues Dios les cumplió su capricho. No les duró mucho el gusto: todavía tenían la comida en la boca cuando Dios se enojó contra ellos. ¡Les quitó la vida a sus hombres más fuertes! ¡Hirió de muerte a los mejores israelitas!
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