1 (1b) Pueblo mío,
escucha mis enseñanzas;
atiende a mis palabras.
Te hablaré por medio de ejemplos,
y te explicaré los misterios del pasado.
Son cosas que ya conocemos
pues nuestros padres nos las contaron.
Pero nuestros hijos deben conocerlas;
debemos hablarles a nuestros nietos
del poder de Dios
y de sus grandes acciones;
¡de las maravillas que puede realizar!
Dios fijó una ley permanente
para su pueblo Israel,
y a nuestros abuelos les ordenó
instruir en ella a sus hijos,
para que ellos, a su vez,
nos instruyeran a nosotros
y a las futuras generaciones
que todavía no han nacido.
Así confiaremos en Dios,
tendremos presentes sus grandes hechos
y cumpliremos sus mandamientos.
Así no seremos rebeldes,
como lo fueron nuestros abuelos:
tan malvados eran sus pensamientos
que Dios no podía confiar en ellos.
Los israelitas eran buenos guerreros,
pero se acobardaron
y no entraron en batalla.
No cumplieron su compromiso con Dios,
ni siguieron sus enseñanzas.
Cuando estaban en Egipto,
en la región de Soan,
vieron las grandes maravillas
que Dios realizó ante sus ojos,
pero no las tomaron en cuenta.
Dios partió el mar en dos,
y para que ellos pudieran cruzar,
mantuvo las aguas firmes como paredes.
De día, los guiaba con una nube;
de noche, los alumbraba con un fuego.
Cuando llegaron al desierto,
Dios partió en dos una piedra;
¡de ella hizo que brotaran
verdaderos torrentes de agua,
y así apagaron su sed!
Pero nuestros abuelos
volvieron a pecar contra Dios:
¡en pleno desierto se pusieron
en contra del Dios altísimo!
Se les metió en la cabeza
poner a Dios a prueba,
y le pidieron comida a su antojo.
Hablaron mal de Dios,
y hasta llegaron a decir:
«Aquí en el desierto
Dios no puede darnos de comer.
Es verdad que golpeó una piedra
y que hizo que brotaran
grandes torrentes de agua,
¡pero no podrá alimentarnos!
¡No va a poder darnos carne!»
Cuando Dios oyó lo que decían,
se encendió su enojo contra ellos,
pues no confiaron en él
ni creyeron que podría ayudarlos.
Dios, desde el alto cielo,
les dio una orden a las nubes,
y del cielo llovió comida:
Dios les dio a comer maná,
que es el pan del cielo.
Dios les mandó mucha comida,
y aunque eran gente insignificante
comieron como los ángeles.
Luego, con su poder
Dios hizo que desde el cielo
soplaran vientos encontrados.
¡Dios hizo que les lloviera carne
como si les lloviera polvo!
¡Les mandó nubes de pájaros,
tantos como la arena del mar!
Dios dejó caer esos pájaros
dentro y fuera del campamento,
y la gente se hartó de comer,
pues Dios les cumplió su capricho.
No les duró mucho el gusto:
todavía tenían la comida en la boca
cuando Dios se enojó contra ellos.
¡Les quitó la vida
a sus hombres más fuertes!
¡Hirió de muerte
a los mejores israelitas!
Pero ellos siguieron pecando;
dudaron del poder de Dios.
Por eso Dios les quitó la vida;
¡les envió una desgracia repentina,
y acabó con su existencia!
Ellos solo buscaban a Dios
cuando él los castigaba;
solo así se arrepentían
y volvían a obedecerlo;
solo entonces se acordaban
del Dios altísimo,
su protector y libertador.
Nunca le decían la verdad;
nunca le fueron sinceros
ni cumplieron fielmente su pacto.
Pero Dios, que es compasivo,
les perdonó su maldad
y no los destruyó.
Más de una vez refrenó su enojo,
pues tomó en cuenta
que eran simples seres humanos;
sabía que son como el viento
que se va y no vuelve.