Cuando estábamos en Babilonia, lejos de nuestro país, acostumbrábamos sentarnos a la orilla de sus ríos. ¡No podíamos contener el llanto al acordarnos de Jerusalén! En las ramas de los árboles que crecen junto a esos ríos colgamos nuestras arpas. Los mismos soldados que nos sacaron de Israel y nos hacían trabajar, nos pedían estar alegres; ¡querían oírnos cantar! ¡Querían que les cantáramos canciones de nuestra tierra! ¡Jamás cantaríamos en tierra de extranjeros alabanzas a nuestro Dios! ¡Jerusalén, Jerusalén! Si llegara yo a olvidarte, ¡que la mano derecha se me seque! ¡Que me corten la lengua si por estar alegre dejo de pensar en ti!
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