En Canaán hubo mucha hambre, pues Dios destruyó todos los trigales. Pero él ya había dispuesto que nos salvara José, a quien antes sus hermanos habían vendido como esclavo. Los egipcios humillaron a José y lo tuvieron encarcelado, hasta el día en que se cumplió lo que él ya había anunciado: ¡ese día Dios dejó en claro que José había dicho la verdad! Entonces el rey de Egipto, que gobernaba a muchos pueblos, ordenó que liberaran a José, y fue puesto en libertad. El rey le dio autoridad sobre todo su pueblo y sobre todas sus posesiones. José se dedicó a enseñar a los consejeros y a los ayudantes del rey, y a compartir con ellos su sabiduría. Nuestros abuelos fueron a Egipto, y allí les permitieron vivir. Dios hizo que aumentara nuestro pueblo, y lo hizo más fuerte que sus enemigos. Por eso los egipcios nos odiaron y maltrataron. Dios envió entonces a Moisés y a Aarón, sus ayudantes favoritos, y allí en Egipto ellos hicieron grandes milagros. Dios envió sobre el país una gran oscuridad, pero los egipcios no hicieron caso de esta señal maravillosa. Dios convirtió en sangre los ríos de Egipto, y así mató a sus peces. Todo Egipto se llenó de ranas; ¡había ranas hasta en el palacio! Dios dio una orden, y todo el país se llenó de moscas y de mosquitos. En vez de lluvia, Dios mandó granizo, y con sus relámpagos le prendió fuego al país. Por todo Egipto Dios derribó viñas e higueras; ¡hizo astillas los árboles! A una orden suya, vino una plaga de saltamontes que acabó con los frutos del campo, y todo lo verde quedó seco. Dios hirió de muerte a los mejores jóvenes egipcios; ¡en todo el país murió el hijo mayor de cada familia!
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