Moisés fue a comunicarle al pueblo lo que Dios le había dicho. Luego reunió a setenta líderes y los puso alrededor del santuario. Dios bajó en la nube y habló con Moisés; luego hizo lo que había prometido: puso en los líderes el espíritu que había en Moisés, y ellos empezaron a comunicar mensajes de parte de Dios. Esto sucedió una sola vez. Había dos hombres del grupo de los setenta, llamados Eldad y Medad, que se habían quedado en el campamento. Y aunque estaban allí, el espíritu también vino sobre ellos y empezaron a profetizar. Un muchacho fue corriendo a contárselo a Moisés. Josué, que desde joven era ayudante de Moisés, estaba allí. Al oír al muchacho, dijo: —Moisés, mi señor, ¡no los deje usted profetizar! Pero él le respondió: —No seas celoso ni envidioso. Ya quisiera yo que todo el pueblo de Dios recibiera su espíritu y profetizara. Después de eso, Moisés y los líderes regresaron al campamento. Dios hizo que desde el mar soplara un viento muy fuerte. Ese viento trajo muchísimas codornices y las lanzó sobre el campamento de los israelitas. Eran tantas que se podía caminar todo un día por el campo y encontrarlas amontonadas a casi un metro de altura. La gente se la pasó juntando codornices todo ese día, y toda la noche y el día siguiente. El que menos codornices juntó, hizo diez montones, y algunos hasta pusieron a secar codornices alrededor del campamento. Todavía no acababa la gente de comer codornices cuando Dios se enojó contra ellos. Los castigó tan duramente que muchos murieron. Por eso llamaron a ese lugar Quibrot-hataavá, nombre que significa «tumbas del apetito», porque allí el pueblo enterró a los que solo pensaban en comer. De allí el pueblo se fue a Haserot, en donde se quedó por algún tiempo.
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