Ordenaré que lo azoten como castigo, y luego lo dejaré en libertad.
Pero toda la gente que estaba allí gritó:
—¡Ordena que maten a Jesús! ¡Deja libre a Barrabás!
Este Barrabás estaba en la cárcel por haberse rebelado contra el gobierno de Roma en la ciudad de Jerusalén, y por haber matado a una persona.
Pilato quería dejar libre a Jesús. Por eso habló otra vez con todos los que estaban allí. Pero ellos gritaron:
—¡Que lo claven en una cruz! ¡Que lo claven en una cruz!
Pilato habló con ellos por tercera vez, y les dijo:
—¿Por qué quieren que muera? ¿Qué mal ha hecho? Por lo que sé, este hombre no ha hecho nada malo para merecer la muerte. Ordenaré que lo azoten, y luego lo dejaré en libertad.
Pero ellos siguieron gritando con más fuerza, pidiendo que mataran a Jesús. Al fin, Pilato les hizo caso. Ordenó que mataran a Jesús como ellos querían, y dejó libre a Barrabás, el rebelde y asesino.
Los soldados se llevaron a Jesús para clavarlo en una cruz. En el camino detuvieron a un hombre llamado Simón, y lo obligaron a llevar la cruz detrás de Jesús. Simón era del pueblo de Cirene, y en ese momento volvía del campo.
Muchas personas seguían a Jesús. Entre ellas había muchas mujeres, que gritaban y lloraban de tristeza por él. Jesús se volvió y les dijo:
«¡Mujeres de Jerusalén! No lloren por mí. Más bien, lloren por ustedes y por sus hijos. Porque llegará el momento en que la gente dirá: “¡Dichosas las mujeres que no pueden tener hijos! ¡Dichosas las que nunca fueron madres ni tuvieron niños que alimentar!” Esa gente deseará que una montaña les caiga encima y las mate. Porque si a mí, que no he hecho nada malo, me matan así, ¿qué no les pasará a los que hacen lo malo?»
También llevaron a dos malvados, para matarlos junto con Jesús. Cuando llegaron al lugar llamado La Calavera, los soldados clavaron a Jesús en la cruz. También clavaron a los dos criminales, uno a la derecha y el otro a la izquierda de Jesús.
Poco después, Jesús dijo: «¡Padre, perdona a toda esta gente! ¡Ellos no saben lo que hacen!»
Mientras los soldados hacían un sorteo para ver quién de ellos se quedaría con la ropa de Jesús, la gente miraba todo lo que pasaba. Los líderes del pueblo, entre tanto, se burlaban de Jesús y decían: «Él salvó a otros, y si de verdad es el Mesías que Dios eligió, que se salve a sí mismo.»
Los soldados también se burlaban de él. Le ofrecieron vinagre para que lo bebiera, y le dijeron: «¡Si en verdad eres el Rey de los judíos, sálvate a ti mismo!»
Sobre la cabeza de Jesús había un letrero que decía: «Este es el Rey de los judíos».
Uno de los criminales que estaban clavados junto a Jesús también lo insultaba:
—¿No que tú eres el Mesías? Sálvate tú, y sálvanos a nosotros también.
Pero el otro hombre lo reprendió:
—¿No tienes miedo de Dios? ¿Acaso no estás sufriendo el mismo castigo? Nosotros sí merecemos el castigo, porque hemos sido muy malos; pero este hombre no ha hecho nada malo para merecerlo.
Luego, le dijo a Jesús:
—Jesús, no te olvides de mí cuando comiences a reinar.
Jesús le dijo:
—Te aseguro que hoy estarás conmigo en el paraíso.
Como a las doce del día el sol dejó de brillar, y todo el país quedó en oscuridad hasta las tres de la tarde. La cortina del templo se partió en dos, de arriba abajo. Jesús gritó con fuerza y dijo: «¡Padre, mi vida está en tus manos!»
Después de decir esto, murió.
El capitán romano vio lo que había pasado, alabó a Dios y dijo: «En verdad, este era un hombre bueno.»
Al ver todo eso, la gente que estaba allí volvió a su casa llena de tristeza, pues se sentía culpable.
Todos los amigos íntimos de Jesús, y las mujeres que lo habían seguido desde Galilea, se mantenían a cierta distancia, mirando lo que pasaba.