Entonces Josué salió de Guilgal con todo su ejército, incluyendo sus mejores tropas. Antes de salir, Dios le había dicho a Josué: «Vayan sin miedo, porque yo les daré la victoria. No quedará vivo ninguno de ellos». Toda la noche Josué y sus tropas marcharon hacia Gabaón, y atacaron por sorpresa a los amorreos. Dios les hizo sentir muchísimo miedo cuando vieron al ejército israelita en Gabaón. Y los israelitas mataron allí a muchos de ellos, y persiguieron a los demás por las montañas hasta Bet-horón, y aun hasta Azecá y Maquedá, en el sur. Cuando bajaban los amorreos por la cuesta de Bet-horón para escapar de los israelitas, Dios dejó caer sobre ellos grandes piedras de granizo. Esto ocurrió por todo el camino hasta Azecá, y el granizo mató más hombres que el ejército israelita. El día en que Dios les dio la victoria sobre los amorreos, Josué oró a Dios, y delante de todos los israelitas exclamó: «Sol, no te muevas; quédate en Gabaón. Y tú, luna, espera en el valle de Aialón. »Y el sol se detuvo, y la luna no se movió, hasta que los israelitas se vengaron de sus enemigos». Esto ha quedado registrado así en el libro del Justo. El sol se quedó quieto en medio del cielo, y durante casi un día entero no se ocultó. Jamás hubo ni habrá un día como este, en que Dios escuchó los ruegos de un hombre. ¡Y es que Dios peleaba por los israelitas!
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