Yo, Jeremías, dije:
«Poderoso Dios de Israel,
¿por qué has engañado
a los que viven en Jerusalén?
¿Por qué les prometiste
que vivirían en paz,
cuando en realidad viven
en constante peligro de muerte?»
Y Dios contestó:
«Cuando llegue el día del castigo,
se le dirá a este pueblo de Jerusalén:
“Desde los áridos cerros del desierto
sopla un viento muy caluroso,
y se dirige a Jerusalén,
la capital de nuestro pueblo”.
No se tratará de la suave brisa
que limpia de paja el trigo;
el viento que yo haré soplar
será mucho más fuerte.
Ahora mismo dictaré
sentencia contra ellos.
»Entonces dirán los israelitas:
“¡Miren cómo avanza el enemigo!
¡Parece el nubarrón de una tormenta!
Sus carros y sus caballos de guerra
son más veloces que las águilas;
¡hasta parecen un huracán!
¿Qué será de nosotros?
¡No tenemos escapatoria!”
»Pero yo responderé:
“Jerusalén, todavía puedes salvarte.
Solo tienes que quitarte de la mente
todos esos malos pensamientos.
¿Hasta cuándo vas a dejar
que esos pensamientos te dominen?”
»Ya se anuncia la desgracia
desde la ciudad de Dan
y desde los montes de Efraín.
Avisen a las naciones,
y adviértanle también a Jerusalén,
que de una tierra lejana
vienen los invasores.
Lanzan gritos de guerra
contra las ciudades de Judá,
y las rodearán por completo,
porque ellas se rebelaron contra mí.
Les juro que así será.
»Jerusalén, todo esto te pasa
por tu mal comportamiento.
Tu desgracia es tan amarga,
que te hiere el corazón».
«¡No aguanto más este dolor!
¡Mi corazón está por estallar!
¡Estoy tan agitado
que no puedo quedarme callado!
Ya escucho el sonido de la trompeta;
ya oigo los gritos de batalla.
Tras un desastre viene otro,
y el país va quedando en ruinas.
De repente me he quedado sin casa,
pues mis campamentos fueron destruidos.
Solo veo banderas enemigas
y escucho sus trompetas victoriosas.
¿Hasta cuándo tendré que soportarlo?
»Dios dice que no lo conocemos;
que somos hijos necios
que no entendemos nada;
que somos hábiles para hacer lo malo,
pero incapaces de hacer lo bueno.
»Veo la tierra:
no tiene forma ni vida;
miro el cielo, y todo es oscuridad.
Las montañas tiemblan,
las colinas se estremecen.
Me fijo, y no veo a nadie;
todas las aves del cielo se han ido.
La tierra que antes era fértil
ahora parece un desierto.
¡Todas las ciudades están en ruinas!
Dios, en su terrible enojo,
hizo que todo esto sucediera».
Dios dice:
«Toda la nación será destruida,
pero no la destruiré por completo.
Todo el país se pondrá muy triste,
y el cielo se cubrirá de tinieblas.
Ya he tomado una decisión,
y no voy a cambiarla;
ya lo he resuelto,
y no pienso dar marcha atrás.
»Cuando escuchen el ruido
de los soldados y sus caballos,
toda la gente saldrá corriendo;
algunos se meterán en el monte,
otros treparán por las rocas,
y todas las ciudades quedarán abandonadas.
¡No quedará en ellas un solo habitante!
»¿En qué piensan ustedes,
habitantes de Jerusalén?
Su ciudad está en ruinas,
y ustedes la visten con ropa fina.
¿Para qué le ponen joyas de oro?
¿Para qué la maquillan,
si Egipto y Asiria la han traicionado
y lo único que buscan es su muerte?»
«Escucho gritos de dolor.
¿Será acaso una mujer
dando a luz por primera vez?
No, no es eso;
son los gritos de Jerusalén
que ya no puede respirar,
y a gritos pide ayuda.
Con los brazos extendidos, dice:
“¡Me estoy muriendo!
¡He caído en manos de asesinos!”»