Jeremías dijo: «¡Sufro mucho, madre mía! ¡Mejor no hubiera yo nacido! A nadie le hice daño, pero todos me maldicen y me acusan de rebelde. »Dios prometió protegerme en momentos difíciles, y hacer que mis enemigos me pidieran compasión». Dios le dijo a su pueblo: «No hay quien pueda vencer a los ejércitos de Asiria y Babilonia. Ustedes han pecado tanto que yo les entregaré a sus enemigos todas sus riquezas y tesoros. Estoy tan enojado con ustedes que los quemaré como el fuego. Los haré esclavos de sus enemigos en un país que no conocen». Jeremías dijo: «Dios mío, tú lo sabes todo; tú bien sabes que, por ti, me insultan a todas horas. ¡Acuérdate de mí, y ven a ayudarme! ¡No te quedes cruzado de brazos y castiga a los que me persiguen, antes de que me maten! »Todopoderoso Dios de Israel, cuando tú me hablaste, tomé en serio tu mensaje. Mi corazón se llenó de alegría al escuchar tus palabras, porque yo soy tuyo. »Yo no ando de fiesta en fiesta, ni me interesa divertirme. Prefiero estar solo, porque estoy contigo y comparto tu odio por el pecado. ¿Por qué tengo, entonces, que sufrir este dolor constante? ¿Por qué no sanan mis heridas? Realmente, me decepcionas; eres, para mí, como un arroyo seco; ¡como una fuente sin agua!» Dios me contestó: «Yo soy el Dios de Israel. Si te vuelves a mí, yo calmaré tu dolor y podrás de nuevo servirme. Si dejas de hablar tonterías, y comienzas a anunciar lo que realmente vale la pena, entonces tú serás mi profeta. No le hagas caso al pueblo; son ellos quienes deben escucharte. »Yo haré que seas para este pueblo como un fuerte muro de bronce. Los malvados pelearán contra ti, pero no te podrán vencer, porque yo estaré contigo para librarte de su poder. ¡Yo te salvaré de esos tiranos! Te juro que así lo haré».
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