Lo que quiero decir es esto: Mientras el hijo es menor de edad, es igual a cualquier esclavo de la familia y depende de las personas que lo cuidan y le enseñan, hasta el día en que su padre le entrega sus propiedades y lo hace dueño de todo. Algo así pasaba con nosotros cuando todavía no conocíamos a Cristo: los espíritus que controlan el universo nos trataban como si fuéramos sus esclavos. Pero, cuando llegó el día señalado por Dios, él envió a su Hijo, que nació de una mujer y se sometió a la ley de los judíos. Dios lo envió para liberar a todos los que teníamos que obedecer la ley, y luego nos adoptó como hijos suyos. Ahora, como ustedes son sus hijos, Dios ha enviado el Espíritu de su Hijo a vivir en ustedes. Por eso, cuando oramos a Dios, el Espíritu nos permite llamarlo: «Papá, querido Papá». Ustedes ya no son como los esclavos de cualquier familia, sino que son hijos de Dios. Y como son sus hijos, gracias a él tienen derecho a recibir su herencia.
Antes, cuando ustedes todavía no conocían a Dios, vivían como esclavos de los dioses falsos. Pero ahora conocen a Dios. Mejor dicho, Dios los conoce a ustedes. Por eso, no puedo entender por qué se dejan dominar de nuevo por esos espíritus que controlan el universo. ¡Si ellos no tienen poder, ni valen nada! Ustedes todavía les dan importancia a ciertos días, meses, épocas y años. ¡Me asusta el pensar que de nada haya servido todo lo que he hecho por ustedes!
Hermanos míos, yo les ruego que se amolden a mí, como yo me he amoldado a ustedes. Ustedes no me causaron ningún daño, sino que me enfermé y, por eso, tuve que pasar un tiempo en Galacia anunciándoles las buenas noticias. Aunque mi enfermedad les causó muchos problemas, ustedes no me despreciaron ni me rechazaron. Al contrario, me recibieron en sus hogares como si yo fuera un ángel de Dios, ¡o Jesucristo mismo! Yo sé muy bien que, de haberles sido posible, hasta se habrían sacado los ojos para dármelos. ¿Qué pasó con toda esa alegría? ¡Ahora resulta que, por decirles la verdad, me he hecho enemigo de ustedes!
Los que quieren obligarlos a obedecer la ley judía se muestran ahora muy interesados en ustedes. Pero lo que en verdad quieren es hacerles daño, pues desean que se olviden de mí y que se interesen por ellos. Está bien interesarse por otras personas, si lo que se desea es hacerles el bien. Pero si ustedes realmente se interesan por mí, háganlo siempre y no solo cuando estoy con ustedes. Yo los quiero como a hijos, pero mientras no lleguen a ser como Cristo, me harán sufrir mucho, como sufre una madre con los dolores de parto. ¡Cómo quisiera estar con ustedes en este momento, para hablarles de otra manera! ¡Estoy muy confundido, y no sé cómo tratarlos!
Ustedes, los que quieren obedecer la ley, díganme una cosa: ¿no han leído lo que la Biblia nos dice de Abraham? Dice que él tuvo dos hijos, uno de ellos con su esclava, y el otro con su esposa, que era libre. El hijo de la esclava nació como nacemos todos nosotros, pero el hijo de su esposa nació gracias a que Dios se lo prometió a Abraham. Estos dos casos pueden servirnos de ejemplo. Las dos mujeres representan dos pactos. Agar representa el pacto del monte Sinaí, que está en Arabia, pues todos sus descendientes nacen siendo esclavos. Ese monte representa a la ciudad de Jerusalén y a todos los que viven como esclavos de la ley. Pero Sara representa al nuevo pacto, por el cual pertenecemos a la Jerusalén del cielo, la ciudad de todos los que somos libres. Refiriéndose a Sara, la Biblia dice:
«¡Alégrate, mujer,
tú que no puedes tener hijos!
»¡Grita de alegría, mujer,
tú que no los has tenido!
»Y tú, mujer abandonada,
¡ahora tendrás más hijos
que la mujer casada!»
Hermanos míos, ustedes son como Isaac, el hijo que Dios le prometió a Abraham. Y digo que son como él, porque son los hijos que Dios le había prometido. En aquel tiempo, el hijo que Abraham tuvo con Agar perseguía a Isaac, que nació gracias al poder del Espíritu. Y ahora pasa lo mismo: los que desean seguir bajo el control de la ley nos persiguen a nosotros, que somos los hijos de la promesa. Pero la Biblia nos cuenta que Dios le dijo a Abraham: «Echa de aquí a esa esclava y a su hijo; él no tiene derecho a compartir la herencia con tu hijo Isaac, que nació de una mujer libre.»
Hermanos, nosotros no somos esclavos de la ley, sino que somos libres. No somos como el hijo de la esclava, sino como el de la mujer libre.