Una de las que nos escuchaba se llamaba Lidia, una mujer que honraba a Dios. Era de la ciudad de Tiatira y vendía telas muy finas de color púrpura. El Señor hizo que Lidia pusiera mucha atención a Pablo, y cuando ella y toda su familia fueron bautizados, nos rogó: «si ustedes consideran que soy fiel seguidora del Señor, vengan a quedarse en mi casa.» Y nos convenció.
Un día, íbamos con Pablo al lugar de oración, y en el camino nos encontramos a una esclava. Esta muchacha tenía un espíritu que le daba poder para anunciar lo que iba a suceder en el futuro. De esa manera, los dueños de la muchacha ganaban mucho dinero. La muchacha nos seguía y le gritaba a la gente: «¡Estos hombres trabajan para el Dios Altísimo, y han venido a decirles que Dios puede salvarlos!»
La muchacha hizo eso durante varios días, hasta que Pablo no aguantó más y, muy enojado, le dijo al espíritu: «¡En el nombre de Jesucristo, te ordeno que salgas de esta muchacha!»
Al instante, el espíritu salió de ella. Pero los dueños de la muchacha, al ver que se les había acabado la oportunidad de ganar más dinero, llevaron a Pablo y a Silas ante las autoridades, en la plaza principal. Allí les dijeron a los jueces: «Estos judíos están causando problemas en nuestra ciudad. Enseñan costumbres que nosotros, los romanos, no podemos aceptar ni seguir.»
También la gente comenzó a atacar a Pablo y a Silas. Los jueces ordenaron que les quitaran la ropa y los golpearan en la espalda. Después de golpearlos bastante, los soldados los metieron en la cárcel y le ordenaron al carcelero que los vigilara muy bien. El carcelero los puso en la parte más escondida de la prisión, y les sujetó los pies con unas piezas de madera grandes y pesadas.
Cerca de la media noche, Pablo y Silas oraban y cantaban alabanzas a Dios, mientras los otros prisioneros escuchaban. De repente, un fuerte temblor sacudió con violencia las paredes y los cimientos de la cárcel. En ese mismo instante, todas las puertas de la cárcel se abrieron y las cadenas de los prisioneros se soltaron.
Cuando el carcelero despertó y vio las puertas abiertas, pensó que los prisioneros se habían escapado. Sacó entonces su espada para matarse, pero Pablo le gritó: «¡No te mates! Todos estamos aquí.»
El carcelero pidió que le trajeran una lámpara, y entró corriendo en la cárcel. Cuando llegó junto a Pablo y a Silas, se arrodilló temblando de miedo, luego sacó de la cárcel a los dos y les preguntó:
—Señores, ¿qué tengo que hacer para salvarme?
Ellos le respondieron:
—Cree en el Señor Jesús, y tú y tu familia se salvarán.
Pablo y Silas compartieron el mensaje del Señor con el carcelero y con todos los que estaban en su casa. Después, cuando todavía era de noche, el carcelero llevó a Pablo y a Silas a otro lugar y les lavó las heridas. Luego, Pablo y Silas bautizaron al carcelero y a toda su familia. El carcelero los llevó de nuevo a su casa, y les dio de comer. Él y su familia estaban muy felices de haber creído en Dios.