Un día, los profetas le dijeron a Eliseo:
—Mira, el lugar donde vivimos contigo es demasiado pequeño para nosotros. Déjanos ir al río Jordán, allí tomaremos troncos y nos haremos una casa.
Eliseo les contestó:
—Está bien. Vayan.
Entonces uno de los profetas le dijo:
—Ven con nosotros, por favor.
Él contestó:
—Está bien, iré.
Así que Eliseo los acompañó, y cuando llegaron al río Jordán cortaron algunos árboles. Mientras uno de los profetas estaba cortando un tronco, se le cayó el hacha al río. Entonces le gritó a Eliseo:
—¡Maestro! ¡Esa hacha no es mía, me la prestaron!
Eliseo preguntó:
—¿Dónde cayó?
Cuando le mostró el lugar donde había caído el hacha, Eliseo cortó un palo y lo arrojó allí, haciendo que el hacha flotara, y dijo:
—¡Sácala!
El profeta extendió la mano y tomó el hacha.
Cierta vez, el rey de Siria, que estaba en guerra con Israel, reunió a sus oficiales y les indicó en qué lugares planeaba acampar.
Pero Eliseo le mandó a decir al rey de Israel dónde iba a acampar el rey de Siria, para que no pasara por allí. Así que el rey de Israel envió a su ejército al lugar que le había indicado Eliseo, y así se salvó en varias oportunidades.
El rey de Siria estaba muy confundido por lo que pasaba. Llamó a sus oficiales y les dijo:
—¿Quién de los nuestros está a favor del rey de Israel? ¿Quién le informa lo que pensamos hacer?
Uno de sus oficiales contestó:
—Ninguno, Majestad. ¡El profeta de Israel, Eliseo, le informa al rey aun lo que usted habla en lo más privado de su habitación!
Entonces el rey de Siria ordenó:
—Vayan y averigüen dónde está Eliseo, para mandar a capturarlo.
Cuando le avisaron al rey que Eliseo estaba en Dotán, envió allí carros, caballos y un gran ejército. Llegaron de noche y rodearon el pueblo.
A la mañana siguiente, el sirviente del profeta se despertó temprano. Cuando salió afuera y vio un ejército con carros y caballos que rodeaba la ciudad, le dijo a Eliseo:
—¡Maestro! ¿Qué vamos a hacer?
Eliseo le respondió:
—No tengas miedo. ¡Son más los que están con nosotros que los que están con ellos!
Luego Eliseo oró y dijo: «Dios, te ruego que lo ayudes a darse cuenta de lo que sucede». Entonces Dios ayudó al sirviente, y este vio que la montaña estaba llena de caballos y carros de fuego que rodeaban a Eliseo.
Cuando los sirios ya se acercaban para atacar a Eliseo, este oró a Dios diciendo: «Te ruego que esta gente se quede ciega». Y todos los soldados de Siria se quedaron ciegos, tal como Eliseo le había pedido a Dios. Entonces Eliseo les dijo: «Este no es el camino, ni esta es la ciudad que ustedes buscan. Síganme y los llevaré a donde está el hombre que buscan».
Eliseo los llevó a Samaria, y tan pronto como entraron allí, Eliseo oró: «Dios, devuélveles la vista». Entonces Dios les devolvió la vista, y ellos se dieron cuenta de que estaban en plena ciudad de Samaria.
Cuando el rey de Israel vio al ejército de Siria, le preguntó a Eliseo:
—Señor, ¿los mato? ¿Los mato a todos?
Eliseo contestó:
—No los mates. No se debe matar a los prisioneros de guerra. Dales pan para comer y agua para beber, y déjalos regresar a donde está su jefe.
Entonces el rey preparó una gran fiesta para ellos. Después que comieron y bebieron, los despidió; entonces ellos volvieron a donde estaba su jefe. A partir de ese día, los sirios no molestaron más a los israelitas.
Tiempo después, Ben-hadad, rey de Siria, reunió a todo su ejército y rodeó a la ciudad de Samaria para atacarla. Nadie podía entrar ni salir, y los alimentos se acabaron. Debido a eso, hubo mucha hambre en Samaria, tanta que la cabeza de un burro se vendía en ochenta monedas de plata, y un cuarto de litro de estiércol de paloma se vendía en cinco monedas de plata.