Saúl acampó en Migrón, bajo un árbol, en las afueras de Guibeá. Con él estaban seiscientos soldados y el sacerdote Ahías, que era hijo de Ahitub y sobrino de Icabod. Su abuelo era Finees, hijo del sacerdote Elí, que había servido a Dios en Siló.
Jonatán le dijo al joven que le ayudaba a cargar su armadura:
—Ven, acompáñame al otro lado. Vamos a acercarnos al ejército de los filisteos. Aunque somos pocos, con la ayuda de Dios los vamos a derrotar.
Su ayudante le respondió:
—Haga usted lo que mejor le parezca. Por mi parte, yo lo apoyaré en todo.
Jonatán se fue sin que nadie lo supiera, ni siquiera su padre. Cuando se acercaron a donde estaban los filisteos, Jonatán le dijo a su ayudante:
—Ven, vamos a acercarnos a ellos, para que nos vean. Si nos dicen: “Alto ahí; no se muevan hasta que lleguemos a donde están”, así lo haremos. Pero si nos dicen que vayamos a donde ellos están, esa será la señal de que Dios nos ayudará a derrotarlos.
Entonces se acercaron. Y cuando los filisteos los vieron, se dijeron unos a otros: «Miren, los israelitas ya están saliendo de sus escondites».
Enseguida le gritaron a Jonatán y a su ayudante: «¡Vengan acá, que les vamos a decir algo!»
Jonatán le dijo a su ayudante: «Vayamos, pues Dios nos ayudará a vencerlos». Así que subió ayudándose con pies y manos, y tras él subió su ayudante. A cada soldado filisteo que encontraba, lo hería, y su ayudante lo mataba. En ese ataque, y en un lugar tan estrecho, Jonatán y su ayudante mataron a unos veinte hombres. Además, Dios hizo que temblara la tierra, y el ejército filisteo se asustó mucho.