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Éxodo ÉXODO

ÉXODO
INTRODUCCIÓN
El título
Este libro toma su nombre del hecho que constituye el hilo conductor de todo el relato: la salida de Egipto de los israelitas y los años que vivieron en el desierto antes de llegar a Canaán, la tierra prometida. En efecto, lo mismo el vocablo griego éxodos utilizado por la versión Septuaginta, que su equivalente castellano, se definen propiamente como «salida». A su vez, la Biblia hebrea titula el libro con una de sus palabras iniciales: Shemoth, que significa «nombres».
La historia
Éxodo (Ex), ofrece algunos datos que, dentro de ciertos márgenes de probabilidad, permiten delimitar la época en que acontecieron los hechos referidos. Tales datos, aunque no bastan para establecer fechas precisas, son de un innegable valor histórico. Por ejemplo, 1.11 revela que los israelitas, residentes en Egipto durante 430 años (12.40-41), fueron obligados a trabajar en la construcción de dos ciudades: Pitón y Ramesés (llamada en egipcio Casa de Ramesés). Este hecho sucedió entre finales del s. XIV y principios del XIII a.C.
Contenido del libro
La primera parte de Éxodo (1.1—15.21) relata el cambio de situación que, para los descendientes de Jacob, supuso el que «un nuevo rey, que no conocía a José» (1.8), comenzara a reinar sobre Egipto. La narración no se ajusta a una cronología estricta, y a primera vista parece que los hechos se suceden sin solución de continuidad. Sin embargo, una lectura atenta lleva a la evidencia de que, entre el asentamiento de Jacob en Gosén (Gn. 46.1—47.6) y el reinado del nuevo faraón, transcurrieron los 430 años de la permanencia de los israelitas en Egipto (cf. 1.7). Fue tan solo en el último tiempo cuando la hospitalidad egipcia (Gn. 47.5-10) se trocó en opresión y los israelitas fueron reducidos a servidumbre (1.13). En aquella penosa condición, sus súplicas llegaron a oídos del Señor (3.16), que llamó a Moisés y se le reveló en «Horeb, monte de Dios» (3.1) para confiarle la misión de liberar al pueblo (3.15—4.17). Con un extraordinario despliegue de señales portentosas, Dios, por medio de Moisés, obliga al faraón a dar libertad a la multitud israelita (12.37-38). Esta, después de haber celebrado la primera Pascua como signo de salvación, emprende la marcha camino del mar, y lo atraviesa a pie enjuto por el mismo punto en que luego las aguas cubrieron al ejército egipcio. El pueblo, entonces, junto con Moisés y María, expresa su gratitud a Dios entonando un canto, que es uno de los testimonios más antiguos de la milagrosa liberación de Israel (15.1-18,21).
La segunda parte del libro (15.22—18.27) recoge una serie de episodios relacionados con la marcha de los israelitas por el desierto. Una vez atravesado el mar, se adentraron en los parajes secos y áridos de la península de Sinaí. En su nueva situación se vieron expuestos a graves dificultades y peligros, desconocidos para ellos hasta aquel entonces. El hambre, la sed y la abierta hostilidad de otros habitantes de la región, como los amalecitas, fueron causa de frecuentes quejas y murmuraciones contra Moisés y contra el Señor (15.24; 16.2; 17.2-7). Muchos protestaban y, pareciéndoles mejor comer y beber como esclavos que asumir las responsabilidades de la libertad, clamaban: «Ojalá hubiéramos muerto por mano de Jehová en la tierra de Egipto, cuando nos sentábamos ante las ollas de carne, cuando comíamos pan hasta saciarnos» (16.3). Por esto, Moisés hubo de interceder en repetidas ocasiones delante de Dios en favor de los israelitas, y el Señor los atendió una y otra vez en todas sus necesidades. Los alimentó con codornices y maná (cap. 16), hizo brotar agua de la roca para que calmaran su sed (17.1-7; cf. Nm. 20.2-13) y los libró de los enemigos que los acosaban (17.8-16).
La marcha por el desierto de Sinaí tenía como objetivo final el país de Canaán. Allí estaba la tierra prometida, descrita como una «tierra que fluye leche y miel» (3.8). Pero antes de llegar a ella, el pueblo de Israel había de conocer que Jehová Dios lo había tomado de entre todos los otros de la tierra para serle consagrado como «el pueblo de su heredad», como «un reino de sacerdotes, y gente santa» (cf. Dt. 4.20; 7.6; Ex. 19.5-6). El monte Sinaí fue el escenario escogido por Dios para establecer su pacto con Israel y constituirlo en su propiedad particular.
Ese pacto significaba, pues, un compromiso para el pueblo, que quedaba obligado a vivir en santidad. Esta era la parte que le correspondía guardar, en respuesta a la elección con que Dios lo había distinguido de manera gratuita. Para hacerlo posible, Dios mismo dio a conocer a su pueblo, en la ley proclamada en el Sinaí, lo que de él exigía y esperaba que cumpliera puntualmente.
La ley (en hebreo, torah), que es dada a Israel por mano de Moisés, comienza con la serie de disposiciones universalmente conocida como El Decálogo o Los Diez Mandamientos, que empieza así: «Yo soy Jehová, tu Dios, que te saqué de la tierra de Egipto, de casa de servidumbre. No tendrás dioses ajenos delante de mí» (20.2-3). Con estas palabras queda establecida la vinculación exclusiva y definitiva de Israel con el Dios que lo había liberado y lo había atraído a él como «sobre alas de águilas» (19.4). A partir del Decálogo, toda la ley, con su evidente preocupación por defender los derechos de los más débiles (cf. p.e., 22.21-27), viene a sentar el fundamento jurídico de una comunidad creada para la solidaridad y la justicia, y consagrada especialmente al culto de su Señor, del Dios único y verdadero (25—31; 35—40).
Esquema del contenido:
1. Israel es liberado de su esclavitud en Egipto (1.1—15.21)
2. Los israelitas caminan hacia el monte Sinaí (15.22—18.27)
3. El pacto de Dios en el Sinaí (19.1—24.18)
4. Prescripciones para la construcción del Tabernáculo (25.1—31.17)
5. El becerro de oro. Renovación del pacto (31.18—34.35)
6. La construcción del Tabernáculo (35.1—40.38)

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Éxodo ÉXODO: RVR1960

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