Con mi voz clamé a Dios; a Dios clamé, y él me escuchó. Busqué al Señor cuando me vi angustiado; por las noches, sin cesar, a él levanté mis manos; pues mi alma rehusaba ser consolada. Me acordé de Dios, y me sentí conmovido; al quejarme, mi ánimo decaía. Dios no me dejaba pegar los ojos; tan quebrantado estaba yo, que no podía hablar. Pensaba yo en los días de antaño, en los años de tiempos pasados. Me acordaba de mis cánticos nocturnos, y en mi corazón meditaba, y mi espíritu inquiría: «¿Nos abandonará el Señor para siempre? ¿Acaso no volverá a tratarnos con bondad? ¿Se habrá agotado para siempre su misericordia? ¿Habrá puesto fin para siempre a su promesa? ¿Se habrá olvidado Dios de tener misericordia? ¿Habrá, en su enojo, puesto un límite a su piedad?» También me dije: «Debo estar enfermo. ¿Cómo puedo pensar que la diestra del Altísimo ha cambiado?
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