No me ha ofendido un enemigo,
lo cual yo podría tolerar;
tampoco me ha atacado quien me aborrece,
pues de él podría haberme escondido.
¡Has sido tú, que parecías ser mi amigo,
mi compañero, mi hermano del alma!
Tú y yo compartíamos dulces secretos,
y juntos andábamos por la casa de Dios.
¡Que la muerte sorprenda a mis enemigos!
¡Que desciendan vivos al sepulcro,
porque en ellos y en sus casas hay maldad!
Por mi parte, yo clamaré a Dios;
¡el Señor vendrá a salvarme!
En la tarde, en la mañana, al mediodía,
clamaré a Dios, y él oirá mi voz;
me salvará de la guerra desatada contra mí,
y me hará vivir en paz,
aun cuando sean muchos los que me ataquen.
Dios me oirá, y los humillará,
pues él es el Rey eterno.
Puesto que esos malvados no cambian,
ni dan muestras de temer a Dios,
violan su pacto y extienden la mano
contra los que están en paz con ellos.
Sus palabras son suaves, como mantequilla,
pero en su corazón se libra una batalla.
Sus palabras son suaves, como el aceite,
pero en realidad son espadas desnudas.
Tú, deja tus pesares en las manos del Señor,
y el Señor te mantendrá firme;
el Señor no deja a sus fieles caídos para siempre.
Y tú, Dios mío, ¡haz que esa gente descienda
al profundo pozo de la perdición!
¡Esa gente sanguinaria y mentirosa
no llegará a la mitad de su vida!
Pero yo, siempre confiaré en ti.