Escuchen esto, pueblos todos; escuchen esto, habitantes del mundo entero; lo mismo los nobles que los plebeyos, lo mismo los pobres que los ricos. De mis labios brotará sabiduría; de mi corazón, sagaces reflexiones. Inclinaré mi oído a los proverbios y al son del arpa explicaré su sentido. ¿Por qué habré de temer en los días aciagos, cuando la maldad de mis opresores me rodea, cuando los que confían en sus riquezas se jactan de sus muchas posesiones? ¡Ninguno de ellos puede salvar a su hermano, ni dar nada a Dios a cambio de su vida! El rescate de una vida tiene un alto precio, y ningún dinero será jamás suficiente para que siga con vida para siempre y nunca llegue a experimentar la muerte. Es evidente que hasta los sabios mueren; que los necios e insensatos perecen por igual, y que a otros les dejan sus riquezas. Algunos piensan que sus casas serán eternas, y que las habitarán por todas las generaciones, y hasta dan su nombre a las tierras que poseen. Aunque ricos, los mortales no permanecen; lo mismo que las bestias, un día perecen. Este camino suyo es una locura, pero sus hijos se complacen en sus dichos, mientras la muerte los lleva al sepulcro como un pastor que guía a sus rebaños; será el sepulcro su última morada. Allí desaparecerá su buen semblante, y un día los hombres justos serán sus amos. Pero a mí, Dios me rescatará; ¡Dios me librará del poder del sepulcro! Tú, no te preocupes cuando veas que otros se hacen ricos y agrandan sus casas, pues nada se llevarán cuando mueran; sus riquezas no se las llevarán al sepulcro. Aunque se sientan felices mientras vivan, y la gente los alabe cuando prosperen, un día irán a reunirse con sus antepasados y nunca más volverán a ver la luz. Aunque ricos, los mortales no entienden; lo mismo que las bestias, un día perecen.
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