¡Alaben al Señor, invoquen su nombre! ¡Que los pueblos reconozcan sus obras! ¡Canten, sí, cántenle salmos! ¡Proclamen todas sus maravillas! ¡Regocíjense en su santo nombre! ¡Alégrense de corazón los que buscan al Señor! ¡Busquen el poder del Señor! ¡Busquen siempre a Dios! ¡Recuerden sus grandes maravillas, sus hechos prodigiosos y sus sabias sentencias! Ustedes son los descendientes de Abrahán; ustedes son los hijos de Jacob, sus escogidos. El Señor es nuestro Dios; en toda la tierra prevalecen sus juicios. Nunca se olvida de su pacto, de la palabra que dictó para mil generaciones. Fue un acuerdo que hizo con Abrahán, y que lo confirmó con Isaac. Con Jacob lo estableció como decreto; con Israel lo hizo un pacto duradero cuando dijo: «Te daré la tierra de Canaán como la herencia que te corresponde.» Ellos no eran numerosos; eran unos simples forasteros. Andaban de nación en nación, y de un reino a otro reino; pero Dios no dejó que fueran agraviados, sino que por ellos castigó a los reyes y dijo: «¡No toquen a mis ungidos! ¡No les hagan daño a mis profetas!» Dios hizo que hubiera hambre en la tierra, y el trigo para el pan quedó destruido. Pero antes envió a uno de sus hombres; envió a José, que fue vendido como esclavo. Los egipcios le pusieron grilletes en los pies, y lo arrojaron tras los hierros de la cárcel. Pero finalmente se cumplieron sus dichos, aunque la palabra de Dios lo puso a prueba. El rey ordenó que le abrieran la cárcel; el señor que gobierna los pueblos lo liberó. Lo nombró señor de su casa y lo puso a cargo de sus posesiones. Le dio poder para frenar a los grandes, y sabiduría para enseñar a los sabios.
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