En cuanto salieron de la sinagoga, Jesús fue con Jacobo y Juan a la casa de Simón y Andrés.
La suegra de Simón estaba en cama porque tenía fiebre, y enseguida le hablaron de ella.
Jesús se acercó y, tomándola de la mano, la ayudó a levantarse. Al instante la fiebre se le fue, y ella comenzó a atenderlos.
Al anochecer, cuando el sol se puso, llevaron a Jesús a todos los que estaban enfermos y endemoniados.
Toda la ciudad se agolpaba ante la puerta,
y Jesús sanó a muchos que sufrían de diversas enfermedades, y también expulsó a muchos demonios, aunque no los dejaba hablar porque lo conocían.
Muy de mañana, cuando todavía estaba muy oscuro, Jesús se levantó y se fue a un lugar apartado para orar.
Simón y los que estaban con él comenzaron a buscarlo,
y cuando lo encontraron le dijeron: «Todos te están buscando.»
Él les dijo: «Vayamos a las aldeas vecinas, para que también allí predique, porque para esto he venido.»
Y Jesús recorrió toda Galilea; predicaba en las sinagogas y expulsaba demonios.
Un leproso se acercó a Jesús, se arrodilló ante él y le dijo: «Si quieres, puedes limpiarme.»
Jesús tuvo compasión de él, así que extendió la mano, lo tocó y le dijo: «Quiero. Ya has quedado limpio.»
En cuanto Jesús pronunció estas palabras, la lepra desapareció y aquel hombre quedó limpio.
Enseguida Jesús le pidió que se fuera, pero antes le hizo una clara advertencia.
Le dijo: «Ten cuidado de no decírselo a nadie. Más bien, ve y preséntate ante el sacerdote, y ofrece por tu purificación lo que Moisés mandó, para que les sirva de testimonio.»
Pero una vez que aquel hombre se fue, dio a conocer ampliamente lo sucedido, y de tal manera lo divulgó que Jesús ya no podía entrar abiertamente en ninguna ciudad, sino que se quedaba afuera, en lugares apartados. Pero aun así, de todas partes la gente acudía a él.